ENTRE EL MANTO DE LAS AGUAS

 Los cálidos rayos estivales bronceaban nuestros cuerpos aquella mañana, cuando nos abrazábamos tiernamente dentro de ese acuoso manto de aguas diáfanas y templadas. El mar embravecido se agitaba a nuestras espaldas y nos acompañaba con su fragor, con su soberbia majestuosidad, acaso celebrando el bello sentimiento que nos unía. Apoyábamos las cabezas en nuestros hombros, relajados, con los ojos cerrados, pensando cada uno en el otro, respirando la dulce brisa marina, mientras las olas enfurecidas golpeaban contra nosotros y se estrellaban contra el banco de rocas que nos rodeaba. Escuchábamos abstraídos el rumor del agua, cómo salpicaba a nuestro alrededor y nos acariciaba suavemente, empapándonos sin cesar. Las gaviotas sobrevolaban nuestras cabezas en medio de amenazantes graznidos,  oteando la sábana celeste que nos cubría  en busca de su sustento, y se zambullían temeraria, decididamente, para volver a emprender el vuelo con su desgraciada presa.
Yo deslizaba lentamente una mano hacia tu cabello humedecido; nuestros rostros se separaban por unos instantes y quedaban frente a frente mientras nos mirábamos pasionalmente, arrebatados por el deseo de tenernos, de amarnos. Tus deliciosos ojos de miel me atrapaban y me seducían; como en un embrujo me hechizaban y se apoderaban de mi voluntad. Entonces volvíamos a aproximarnos y entornábamos los párpados, esta vez para que nuestras bocas se buscaran, codiciosas, siempre sedientas, ávidas, insaciables. Sentíamos latir nuestros corazones con rabia; bebíamos incesantemente del sagrado elixir de nuestras lenguas, mientras notábamos que nos faltaba el aliento y nuestras manos recorrían nuestros cuerpos, sumergidos en un sinfín de caricias, en las profundidades de nuestro sueño.
Se sucedían así las largas horas sin que nos percatáramos del declinar del día, de cómo el sol, cansado de de custodiar fielmente nuestra cómplice unión, se retiraba, agotado, vencido por el fuego que ardía en nuestros pechos, y nos dejaba al amparo de la insolente luna, indiscreta y desvergonzada espía de todos los amantes. Nosotros, ajenos a sus desdeñosas miradas, alimentábamos su envidia con nuestros besos, ignorando su presencia. Deslizaba mis dedos por tu piel sedosa y aterciopelada, tostada por la luz del atardecer, ya confundida con la oscuridad de la noche, mezclados ambos en medio de las tinieblas, apenas dibujadas nuestras siluetas en el horizonte, perdidos junto a aquellas rocas, mientras las aguas hervían bajo nosotros y el viento lanzaba al vuelo tu larga y salvaje melena y nos erizaba el vello con sus finas cosquillas; mientras callaban las gaviotas y entrelazados nos dormíamos en nuestro lecho marino.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad.

4 comentarios en “ENTRE EL MANTO DE LAS AGUAS

  1. Muchísimas gracias, Bea. Ya sabes que soy admirador de tu poesía, jeje.
    Me alegra que te haya gustado. El mar siempre me inspira. Su inmensidad, su majestuosidad, su calma o su bravura, me seducen y me atrapan.
    Un cariñoso abrazo.

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