AL FINAL DEL CAMINO

Reto 5 del grupo Escritores varios: grupo autodidacta:

Una espesa niebla envolvía el viejo templo de columnas jónicas con sus capiteles con volutas y su frontón decorado con escenas bélicas, donde se representaban las luchas libradas por los dioses entre sí, sus pueriles reyertas inmortales, nunca definitivamente zanjadas, nunca definitivamente cerradas las heridas que enfrentaban a unos con otros. Ahí estaban también las hazañas de los tres hermanos, terribles actos de los que insolentemente se vanagloriaban, como el rapto de Europa por Zeus o el secuestro de Perséfone por Hades; o la muerte de Medusa a manos de Perseo; e incluso el hurto del fuego, que tan gran afrenta supuso para los olímpicos, y que Prometeo pagó con un dolor eterno. Ahí estaba la gran guerra que durante ocho años había desangrado a griegos y troyanos, dos grandes pueblos enfrentados por la belleza de una mujer, que pagaron con las vidas de sus mejores hombres la soberbia de sus gobernantes.

Una bruma blanquecina subía de las remotas profundidades de la tierra y se unía a la que surgía del ancho firmamento. Ante el glauco palacio se encontraba el inmenso jardín de árboles milenarios, donde crecían los frutos de la rica ambrosía que degustaban las divinidades en sus aposentos, coronadas sus copas por el gélido rocío de la madrugada, balanceándose las ramas, acunadas por un viento frío. En el centro, justo enfrente del templo, estaba el estanque de diáfanas aguas; y justo en medio de éste brotaba con fuerza un chorro que dibujaba en el aire la imagen de un roble de varios colores, cuando el aire se cruzaba con él.

Ya había perdido la noción del tiempo.  No sabía cuánto tiempo llevaba caminando, en aquel intento repetidamente frustrado por alcanzar esa imagen que parecía tener al alcance de la mano. Cada paso que daba por acercarse se veía anulado por el templo, que se alejaba, como si de una broma kafkiana se tratara. Lo último que recordaba era haberse despertado aturdido, con el cuerpo helado y un fuerte dolor de cabeza. Una hermosa doncella con una larga y oscura melena de salvajes rizos, sujetados por una diadema dorada, ataviada con un vestido inmaculado que le dejaba los brazos desnudos y debajo del cual se adivinaban sus redondos senos, con sandalias que mostraban sus graciosos y delicados pies le sujetaba la cabeza con ambas manos y lo miraba con una bondadosa sonrisa. Le dijo que ya no tenía de qué preocuparse, que ya había acabado todo, que no habría más quebranto para su alma, y que encontraría reposo una vez llegara al templo. Ella lo estaría esperando ahí.

Pero ahora cayó sobre sus rodillas, impotente por no poder acortar el camino, por no poder tenerla. Su cuerpo se precipitó sobre una esponjosa nube y sintió entonces cómo una mano acariciaba una de sus mejillas. Era ella nuevamente. Le habló con voz suave y aterciopelada, como su piel sedosa: ¿Qué ocurre? ¿No puedes alcanzar el templo? Ven, déjame ayudarte. Tú sólo cierra los ojos y relájate. Él obedeció. Entonces ella entornó a su vez los párpados y acercó su rostro al de él, uniendo sus labios con un beso prolongado y sagrado, inmortal sello que le devolvía la vida, mientras la bella escena quedaba esculpida en el friso del palacio.

 

Autor: Javier García Sánchez,

desde las tinieblas de mi soledad.

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