Amaneció el nuevo día con el final de la guerra, con el retorno a esa paz triste y desolada que ofrecían las calles silenciosas, plagadas de escombros y de cadáveres; sus acercas carbonizadas, aún con algún fuego agonizante que se resistía a morir, a dar por concluida la atroz valkiria.
Ante el paisaje enmudecido me precipitaba con mi sombra, con mis tinieblas, y con la eterna duda de por qué todo aquello, de por qué aquél encarnizamiento, de por qué tanta destrucción. Cuándo cesarían odios y los egoísmos y en qué momento empezarían a pensar los hombres en quienes les rodeaban sin esos oscuros sentimientos, sin esas ambiciones desenfrenadas por someter, por exprimir, por aniquilar, sin darse cuenta de que están destruyendo a sus propios hermanos.
Me hundía esa imagen tan descorazonadora, la la mayor de las bajezas del ser humano. Mientras recorría las grandes avenidas, ahora desiertas, me asaltaban al pensamiento aquellos hermosos recuerdos de mi destierro, cuando huí de aquella calamidad inefable para refugiarme durante cinco días en una minúscula habitación de un hotel vacío, que por si fuera poco disponía entre su mobiliario de una única silla, muy incómoda, que me dejaba con dolor de espalda cada vez que me sentaba en ella para escribir. Desprovisto de una cocina donde poder preparar platos mínimamente elaborados, viéndome obligado a una alimentación muy restringida y sin posibilidad de desplazarme en ese estrecho habitáculo; forzado a apoyar los pies en la funda del portátil para no sentir el frío del suelo porque se me habían vuelto a olvidar las chanclas; bebiendo de un yogur vacío que hacía las funciones de vasito, me sentía mucho más a gusto con esa vida bohemia, cuando debía aguzar el ingenio para sobrevivir; cuando por las mañanas escribía sentado en una roca, a menos de dos metros del mar, contemplando su inmensidad y su majestuosa furia, la soberbia con la que arremetía contra las rocas, respirando su brisa salitrosa, que suavemente me acariciaba las mejillas con delicadeza y ternura femeninas; ese cielo infinito plagado de negras y amenazantes nubes, que desde lo alto me custodiaban, dispuestas a precipitarse en cualquier momento, a besar pasionalmente las aguas y bañarme con sus saladas lágrimas. Era feliz al pensar que todo aquello me pertenecía, como yo le pertenecía a la naturaleza; que nadie había ahí para estorbarme, para romper mi estado de meditación y de reflexión, recogido entre el murmullo de las olas. Poco me importara que me faltara el sueño para poder asaltar el desayuno matutino, o ser presa del agotamiento, si con ello era libre de mis pesares, libre de mis dolores, libre para estar con el mar.
Ahora, en cambio, volvía a soportar los gritos desaforados de un vecino con menos luces que una patera, incapaz de construir una frase debidamente, y no digamos subordinar o coordinar una a otra, cuya máxima inquietud era ver a veintidós tipos correr detrás de una pelota mientras encendía un cigarrillo tras otro y regaba sus riñones con litros de alcohol. Volvía a sentirme presa de la ignorancia y la incultura, añorante de otro exilio, de otra guerra que me devolviera la paz perdida.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad.