Instintivamente alcé la vista del poemario de Rubén Darío cuando llegó. Es un procedimiento mecánico en mí: siempre que alguien va a sentarse en el bloque de asientos donde estoy, desvío la mirada del libro que estoy leyendo y examino, siquiera por unos breves segundos, al que será mi acompañante durante un corto intervalo. Vi entonces a un hombre mayor, con una larga barba nevada, portando a sus espaldas una gruesa mochila; tenía en las pupilas una expresión triste, y pronto creí adivinar la causa, pues se sostenía sobre dos muletas que suplían la función de una de sus piernas que, para mi asombro, se le había amputado. Estaba depositando su equipaje en el suelo cuando se produjo el cierre de puertas y el tren se puso en marcha. Como suele ocurrir en estos casos, el arranque es un tanto violento; si uno está de pie, puede caer perfectamente al suelo por el impulso si no está sujeto de una barandilla o del respaldo de un asiento, como me ocurrió a mí mismo cuando era universitario, cuando accidentalmente fui a parar encima de una simpática chica en una afortunada caída que no tuvo mayores consecuencias ni dio más de sí, pues no la volví a ver.
Pero, si es un tanto arriesgado no estar bien agarrado a algo, más grave aún es la situación cuando la persona se sostiene sobre una sola pierna, pues el equilibrio es menor. Por ello mi acto reflejo al instante fue incorporarme para ayudar a aquel hombre, antes de que la inercia lo derribara. Preocupación inútil. Fatal y doloroso golpe habría recibido sino hubiera sido más hábil que yo. En efecto, antes de que pudiera acercarme, tenía puesta una mano en un respaldo, y me miraba con una bondadosa sonrisa de agradecimiento.
Tras mi fallido intento de ayudar a aquella persona volví a mi libro. Sin embargo, mi compañero, confiado por mi gesto, me abrió conversación. Entonces comprobé que aquello que yo había identificado como tristeza en un principio no era tal, sino más bien una actitud seria, discreta, tan habitual cuando se desconoce a la otra persona. Era, en cambio, un hombre risueño, inteligente, emprendedor a pesar de su situación. Me hizo sonreír admirado mientras escuchaba su historia; me la refería alegre, con sus pocos dientes amarillentos, que no impedían que su discurso fuera perfectamente inteligible. Tenía setenta años, y sus escasos cabellos parecían ya completamente encanecidos, pues entre sus nieves se filtraban rubios mechones, y daba la impresión de que la blancura se había adueñado por completo de su pelo. Hacía ya casi cuarenta años que había quedado minusválido. No quise preguntarle cómo había ocurrido; preferí escuchar lo que buenamente me quisiera contar con aquellos expresivos y vivaces ojos azules; la historia de una vida, la suya, llena de experiencias, a pesar de sus limitaciones, que no le habían impedido viajar por el mundo y tener una familia.
Fue un viaje muy agradable. Me alegré de que hubiera interrumpido mi lectura y de que nadie más se hubiera sentado junto a nosotros.
Cuando al salir de la estación nos despedimos, me tendió la mano después de encender un cigarrillo. No quise apretar, por temor a hacerle daño, y más a su edad. Pero, para mi sorpresa, de nuevo, tenía una gran fuerza. Y él, además, tampoco quiso apretar, por precaución.
Me alejé maravillado, con el deseo de volver a verlo e intercambiar más impresiones, pero con la casi certeza de que sería imposible. Fue una gran lección de superación.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad.
Me ha encantado leerte. Está muy bien narrado, al leerte me ha dado la impresión de estar allí contigo y vivir esa bonita experiencia.Te mando un abrazo enorme, sigue escribiendo asi de bien.
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Muchísimas gracias, Bea! Ya sabes cuánto aprecio tu opinión! De hecho, estaba escribiéndolo y me acordé de una entrada tuya; creo que se titulaba Aún existen ángeles.
Te envío otro abrazo enorme de vuelta!
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