Fue la segunda vez que me sorprendió la lluvia en dos semanas. En esta ocasión, prevenido por un clima que ya había empezado a cambiar, iba un poco más abrigado, con una chaqueta fina para protegerme de un aire frío que traía el aroma de la lluvia antes de que ésta empezara. No fue tan virulenta como la anterior, pero también caía con fuerza. Y en aquel momento, avanzada la tarde, cuando la oscuridad ya se había enseñoreado de las calles, me sentí dichoso de poder participar de aquella danza acuática. Hubo momentos en que corrí para evitar acabar calado hasta la médula, pero lo hice con verdadero entusiasmo. Creí apreciar más pavor en algunos de mis conciudadanos, algunos de los cuales huían a gran velocidad, como si temieran por sus vidas. Mi mayor reparo, sin embargo, era correr. Son mucho mayores los riesgos de sufrir una caída cuando se corre bajo la lluvia, y aún más si -como en mi caso- se usan gafas. Las gasto desde hace más de diez años, y sé que he perdido vista. El tiempo frente al portátil y las horas que dedico a la lectura han tenido sus consecuencias. Correr con las lentes empañadas es como conducir con el parabrisas anegado, o circular al borde de un precipicio en un día de niebla. Por suerte, encontré una revista, tan aborrecible como la mayoría, y decidí darle un buen uso; la abrí por la mitad y con una mano la sostuve sobre mi cabeza como si fuera un tejado de dos aguas de los que hay en las casas de los Pirineos. Afortunadamente, al llover con menos intensidad no llegaron a inundarse las calles, lo cual me evitó dar rodeos.
Ya de regreso en casa me senté frente al escritorio y estuve mirando a través de la ventana. El agua seguía cayendo rauda. Me relajaba la musicalidad con que se precipitaba, aquella vida, aquella expresión de fuerza de la naturaleza. Si hubiera estado acostado, la sensación hubiera sido muy placentera. Desde mi silla, no obstante, podía gozar más enteramente del espectáculo; ver aquellos relámpagos que cruzaban el cielo y dejaban a su paso una estela de fuego, acompañados por un bramido amenazador, que anunciaba las siguientes aguas. Las nubes habían sido rasgadas, y ahora se arrojarían al vacío; se estrellarían y se confundirían en su muerte, una muerte que llevaría la semilla de un nuevo renacer.
Fue un acontecimiento hermoso. Lo contemplé admirado durante varias horas, consciente de que quizá tarde en volver a disfrutar de tan sublime espectáculo. Las tormentas cada vez son más raras; cuesta mucho ver el firmamento colérico; sentir esos gritos apasionados, ese incendio del Olimpo, que nos recuerda cuán nimia y cuán miserable es la vida, cuán fugaz es todo, cuán necesario es gozar de cada instante antes de regresar a la tierra, antes de que volvamos a ser humo.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad.
Si, si, ese estado de contemplaciòn de la naturaleza es fascinante, expresa tanto, lo unico es saber ver esa belleza tan fuerte y certera.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Así es, amigo. Muchas gracias por leerme y por comentar.
Me gustaMe gusta
Un placer
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muy bueno, Javi. Yo también disfruto escuchando la lluvia desde buen recaudo (aunque no me gusta tanto si tengo que estar bajo ella jajaja). Un saludo 🙂
Me gustaLe gusta a 1 persona
jeje. Muchas gracias, Lidia. Me transmite muchas sensaciones agradables. Un abrazo.
Me gustaLe gusta a 1 persona