La noche había caído hacía escasos minutos. Todavía quedaban algunos rayos perezosos que teñían el cielo de un color escarlata que poco a poco se iba oscureciendo. La ciudad cobraba nueva vida a esas horas, cuando las personas se reunían en torno a los cafés para dialogar con calma y recobrar la alegría que los distintos avatares del día les hubieran robado. Era el momento del descanso, cuando acababa la jornada laboral y, libres de obligaciones, se sentaban en grupos alrededor de las mesas de las terrazas para confundir sus voces en largas charlas amenizadas por el alcohol, que ayudaba a desatar las pasiones y a desinhibir los instintos, y en ocasiones por el tabaco, que se mezclaba con el suave viento que soplaba tan agradablemente y que relajaba a los comensales. La plaza se abría grande a sus ojos; niños jugaban en ella vigilados discretamente por sus padres que, acomodados en sus sillas alternaban el ocio con sus atentos cuidados. Y, junto a las risas de pequeños y mayores, ladridos de los perros que se perdían en el aire, a veces amenazantes, pero mayormente expresión de gozo.
En una de esas sillas estaba yo, acompañado por ese amigo que en cada encuentro me enriquecía con su cultura y su conocimiento, esas sabias palabras y esa experiencia que aportan los años, unos años vividos intensamente, con la pasión propia de un espíritu luchador como el suyo, una persona que vive cada sentimiento y cada acto al máximo. Ahora estaba sentado frente a mí. La tenue luz amarillenta de las farolas le dibujaba el rostro; le iluminaba los pómulos y los grandes ojos, que parecían sonreír con una mirada llena de ilusión y de esperanza por aquel proyecto entre manos, por el devenir de los acontecimientos. Lo escuchaba atentamente en aquel intercambio fluido, en aquella conversación tan rica para ambos, aunque admito que más para mí, que asistía afortunado a aquella plática. De vez en cuando rompía en una sonora carcajada que me contagiaba su optimismo, por una ocurrencia suya o mía. Eran pequeñas gotas, impases en aquellas largas horas de charlas filosóficas y literarias impregnadas de buenas dosis de humor que me ayudaban a endulzar un poco siquiera mi amarga existencia.
Después regresaba a casa, aún con el buen sabor de aquel tiempo compartido. A pesar de que ya pasara de media noche, prefería dejar que avanzara la madrugada y no abandonarme en el lecho hasta unas horas más tarde. Aún me parecía demasiado temprano para perder la conciencia y entregarme a aquel simulacro de la muerte, acaso pequeño anticipo de ese sueño definitivo. Prefería todavía mantenerme en vela y navegar un poco por ese otro mundo que me ofrecía Borges, maestro de inconfundibles letras, narrador sagaz que atrapa desde la primera línea. Es obvio que no comulgo con su pensamiento político, en las antípodas del mío. Pero su estilo enamora a mi musa y le arranca placenteros suspiros. Acaso fuera un conservador. Acaso fuera un facha. Pero su verbo es soberbio.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad.
Elevas las cotidianidad a la altura de la poesía. Preciosa descripción de una tarde cualquiera. Feliz fin de semana. 😊
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Muchas gracias, Lidia. Por cierto: vi que me nominaste para un premio. Muchas gracias. Te comentaré un poco más adelante. Feliz fin de semana.
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