HORAS INTEMPESTIVAS

Iba a acostarse cuando reparó en el libro e Dostoievsky. Ocupado en hablar con Verónica y en observar la escena que transcurría allá abajo, lo había olvidado completamente. Ahora miraba sus gruesas tapas con admiración y con una cierta nostalgia, al recordar los años de su juventud, cuando lo leyó. Se recostó en la cama y encendió la lámpara de la mesita de noche; lo cogió y lo abrió por las primeras páginas. Ya desde el inicio las hojas presentaban subrayados y anotaciones en los márgenes. Era una ardua labor la de Ángel, siempre afanoso por ampliar conocimientos, por profundizar. Era una mente inquieta, una rata de biblioteca, que devoraba tantos libros como podía y dejaba en ellos su sello inconfundible, esa firma en forma de reflexiones y de síntesis. Raskholnikov, el protagonista de la historia, se había atrevido a desafiar las normas, los principios morales, y formulaba con ello la espinosa pregunta de si es lícito matar a alguien que es un parásito para la sociedad, ya que su muerte supondría el beneficio de muchos. Esa digresión, esa excentricidad, ya aparecía incluso en el propio nombre del personaje, un nombre parlante, según pudo comprobar entonces; un nombre de origen ruso que quería decir, literalmente, desviación, aquél que se apartaba de la ley. Otra flecha lo llevaba a otro margen izquierdo y lo relacionaba con el súper hombre de Nietzsche y su voluntad de poder. A partir de ahí, otra señal indicaba cómo habían sido manipuladas las ideas del filósofo alemán por su hermana y por los generales nazis para apoyar sus aberrantes tesis, con las nefastas consecuencias que todo ello acarrearía.

El aire frío que entraba en la habitación se alió con el cansancio de la jornada. Le pesaban los párpados, pero antes de dormirse quería saber qué era ese bulto que se escondía a la altura de la mitad del libro; no creía que fuera una casualidad. En la página 305 había cuatro folios escritos a ordenador. Procedió a examinarlos cuidadosamente.

***

Carlos había abandonado la ventana hacía escasos minutos. Había sido muy arriesgado tomar aquellas fotos; una imprudencia. Pese a las precauciones, siempre existía la posibilidad de que lo vieran. Y se había expuesto sólo para tomar unas pocas fotos con tan poca luz, a una distancia tan considerable y con una cámara tan mala como la del móvil. Pese a todo, esperaba que Ernesto pudiera sacar algún provecho, después del sermón de rigor. Dejó el celular sobre la mesita de noche con la alarma programada y cogió las pistolas. Aún conservaba las tres; Ernesto no le había reclamado la suya. Le pareció curioso que todas fueran del mismo modelo. Las dos que habían incautado tenían los cargadores llenos; a la de su compañero sólo le faltaba la bala que había disparado.

Autor: Javier García Sánchez,

desde las tinieblas de mi soledad.

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