PRÓRROGA EFÍMERA

El final de año siempre me provoca una sensación de nostalgia, de amargo dolor por otro ciclo que se cierra, por otra fracción de tiempo que huye irremisiblemente y se lleva una parte de mi vida. Ladrón cruel y despiadado que me arranca tantos momentos, unos pocos gozados, aunque la mayor parte sufridos, para dejarme con el pobre consuelo de los recuerdos, que vagan por mi mente cual decrépitos cadáveres de esas risas placenteras que ahora siento tan vacías, de esas desgarradoras y lacerantes lágrimas que poco a poco, con el tesón y la constancia de la gota que horada la roca, me han perforado el alma y la han infectado de sangrantes heridas. Acre dolor el que me atenaza cuando rememoro cuanto he perdido, sin importar que se trate de suerte o de infortunio, ante la certeza de que es la juventud lo que huye, la lozanía de aquellos primeros años en que me acompañaba la ingenua e infantil esperanza que caracteriza a los niños, la ilusión que también tras ya más de tres décadas se ha borrado de mi corazón, a la par que mi cuerpo sufre los continuos embistes del azar, los inapelables designios de los hados. Pero, con todo, el final de año me permite, al menos, recogerme en mí mismo. Es la otra cara de la nostalgia, o acaso sea la misma; lo ignoro. Es poder recluirme en mi cuarto, hundirme en mi escritorio y adentrarme en mis pensamientos, acaso con una luz baja, en medio de una tarde oscura, cuando los días son más cortos, y sentir el frío y la humedad calándome los huesos. Temblar y beber un café caliente mientras sueño despierto; mientras hilvano conversaciones que no han existido y viajo a lugares que nunca conoceré; ver a esa mujer que tanto me cautiva, ese rostro que me hechiza, esa voz que me adormece, esa alma que me enamora. Todo eso es lo que me aportan los postreros días del año, mezclado a la desoladora sensación de finitud y muerte. Un pequeño respiro para mi espíritu desasosegado, que vuelve a sumirse en el desespero apenas se inicia el nuevo ciclo. Zozobra que se incrementa a la par que se alargan los días y el calor empieza a quemar mi piel, acaso por no hallar en el clima ya más ese espejo de mi quebranto, ese viento gélido que silva cual plañideros lamentos, esas furiosas gotas que caen como lágrimas del cielo, esas calles desiertas, abandonadas, difuntas, como el corazón que trabajosamente late en mi pecho. Por todo ello, este día ha sido para mí una efímera prórroga, un breve regreso a aquellos instantes ya tan lejanos, aunque sin la alegría, sin el nerviosismo que imperaba en tantas gentes y que, por contraste, me abocaba a la terrible desdicha. Nuevamente tembloroso, he asistido al paso de las horas sentado ante mi escritorio, contemplando una implacable tormenta a través de la ventana, habitual testigo de mis reflexiones y de mis textos, y he vuelto a refugiarme en ese libro mágico, en esa gran obra, débil bálsamo contra mis heridas, en las brillantes letras de ese genio argentino.

Autor: Javier García Sánchez,

desde las tinieblas de mi soledad,

19-01-2017.

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