El calabozo era una pequeña habitación que disponía tan sólo de un colchón tirado en el suelo, desprovisto de mantas; cuando preguntó, le respondieron que estaban todas sucias. El colchón era muy fino, de unos cinco centímetros; la sensación de incomodidad era muy grande; la espalda estaba prácticamente tocando tierra. El cuarto, además, era frío y húmedo. Con esas condiciones era imposible que conciliara el sueño. Además, si necesitaba ir al baño debía avisar a uno de los guardias, el cual le abriría la puerta de la celda para que pudiera ir a otro cuartucho que también adolecía de una higiene lamentable. Todo aquello era denigrante e insultante. Era una prueba más de los prejuicios que rodeaban a aquella institución, que llevaban a considerar culpable automáticamente a todo preso, sin juicio previo. Eran unas condiciones humillantes, que pretendían degradar a los reclusos y castigarlos física y psicológicamente.
Pensaba todo aquello acostado en aquel colchón, donde anteriormente se habrían acostado cientos de personas, quién sabía en qué estado. Y, al mismo tiempo que pensaba en todo esto, pensaba también en toda la hipocresía del sistema judicial y penitenciario, que permitía que los ladrones de guante blanco, los grandes delincuentes que robaban a manos llenas del erario público; esas personas cuya fortuna permitiría salvar la vida de muchos ciudadanos, disfrutaban en prisión de un trato de favor, con unas condiciones de lujo, y a menudo obtenían rápidas reducciones de pena por parte de miembros del gobierno, para evitar que hablara y delatara a sus compañeros.
Enfrascado en tales cavilaciones, apenas se percató del paso del tiempo. A media mañana telefoneó a su hija y la puso al corriente de lo que había sucedido. Ella se presentó al cabo de una hora y lo puso en libertad; le aconsejó que denunciara a su esposa, como respuesta a la actitud que ella había tenido, para que no prevaleciera la palabra de ella; porque, de no hacerlo, podía interpretarse como una aceptación tácita de culpabilidad. Ordenó a uno de los policías que le tomara declaración, y éste se sentó resignado para anotar el testimonio que durante la madrugada no había querido escuchar.
Poco después de acabar la denuncia apareció la mujer con su abogado. Tras un violento cruce de miradas entre los dos cónyuges, los dos letrados se reunieron a solas para tratar la situación. Cuando reaparecieron, habían resuelto retirar los cargos, dado que se trataba de dos versiones enfrentadas que no podían sustentarse en testimonio alguno. Él, sin embargo, herido por aquel trato vegatorio que había sufrido por culpa de aquella denuncia injusta, tomó la decisión del divorcio. Llevaba tiempo meditándola, sin atreverse a llevarla a cabo. Eran muchos los años de matrimonio; le costaba dar el paso y cortar ese lazo. Si lo hacía, además, sabía que, en caso de fallecer, ella no recibiría nada, y no quería que se quedara desprotegida. La actitud de ella, sin embargo, le había despejado todas las dudas; lo había liberado de los últimos escrúpulos.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
12-05-2017.
Ohh veig que es la continuació. Has decidit fer una altra història per capítols?
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jeje. En principi no tenia pensat fer una història -la de Carlos i Ernesto, per cert, la tinc abandonada i estancada; no sé si la continuaré ni com-. La història és un fet kafkià, com tu mateixa has dit, q malauradament ocorregué fa poc molt a prop de mi.
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