Ya se han cumplido dos años. Fue un momento muy duro en lo personal; un momento en que sentí que por segunda vez volvía a morir; que en lo sucesivo nada volvería a ser igual; que mi vida había terminado con esa cruda sentencia. Otro de los pilares del edificio de mi vida se derrumbaba y dejaba a la vista nada más que el triste esqueleto de mi existencia, desprovisto cada vez más del sólido armazón que en los primeros años lo protegiera.
Aquella tarde entré en el quirófano con la cara anegada por desconsoladas lágrimas, anticipando lo que en aproximadamente una hora iba a ocurrir. Consciente de que no había marcha atrás, de que aquella fatal decisión era incuestionable, observé con pavor cómo la aguja perforaba mi brazo izquierdo y por mi sangre empezaba a circular el misterioso líquido de la anestesia, que en breves minutos me sumergiría en un profundo sueño. Era aquél un nuevo ensayo de muerte. Éste, sin dolor físico, pero con una angustia que sacudía al alma. No era el último paso; aún habría de regresar una vez más de la morada de Hades y despertar de aquel sueño a una vida más vacía.
Cuando abrí los ojos -o desde el momento de que tengo conciencia-, estaba más despejado de lo que esperaba. La anestesia debía de haber sido en su justa medida para no provocarme ese estado de somnolencia en que he estado en otras ocasiones. Como era de esperar, una aguja se clavaba en mi brazo izquierdo, como el afilado aguijón de una avispa, para comunicarme el suero, que caía con parsimoniosa lentitud de aquella bolsa. En algunos instantes me entretuve en mirar las gotas; en ver su obstinada resistencia antes de desplomarse y rodar por el fino tubo que las llevaría hasta mis venas. Poco a poco bajaba el nivel del gotero; el caudal de aquel ínfimo embalse se iba extinguiendo imperceptible, pero irreversiblemente. Otro tubo comunicaba con la zona intervenida. En conjunto, la sensación era bastante molesta; estaba muy inmovilizado. Mas, por suerte, no tenía dolor físico. Mi alma, resignada ya tras la amputación, parecía también haber gastado su última lágrima.
En la habitación estaba mi padre. Me cuidó como ha hecho siempre a lo largo de tantos años, con unas atenciones que nunca me han faltado cada vez que he estado rodeado por el olor a alcohol y cloroformo. Procuró darme conversación para que me relajara y viera mi nueva situación con normalidad. Hablamos un poco sobre temas banales, pero nada podía hacerme olvidar que el mundo que había conocido ya quedaba atrás, y que el poco gusto que tenían mis días se había quedado en la sala de quirófano.
Hoy, dos años después, no puedo olvidar que aquel bisturí rasgó algo más que mi piel; que fue algo más lo que se marchó y me dejó con la congoja de asistir a una vida cada vez más vacía; a este transitar de la perezosa muerte.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
18-06-2017.