Era curiosa la manera cómo se echaba a recorrer las calles. Raramente variaba el recorrido; se sentía más seguro si mantenía una determinada rutina. Era un medio de compensar los problemas de orientación que, si bien tenía el inconveniente de limitar el terreno que exploraba, por otro lado, al menos, le daba la tranquilidad de lo conocido y le permitía perderse en el amplio abanico de sus pensamientos sin temor a extraviarse. Además, había comprobado que, precisamente por estar familiarizado con las avenidas a donde lo conducían sus pasos y necesitar, por tanto, una atención menor, mientras divagaba en medio de tantos recuerdos y tantos remordimientos como le asaltaban, tenía la posibilidad de apreciar las imágenes que le lanzaba el paisaje y contemplar pequeños detalles. Era así cómo se mantenía dentro de su mundo de fantasía, dentro de esas esperanzas frustradas que acudían presurosas a su mente; pero sin abandonar el universo donde habitaba.
Esa especie de ubicuidad divina le había permitido salvar la vida en diversas ocasiones al cruzar la carretera, cuando su conducta temeraria lo había inducida a saltarse los semáforos, a veces sin haber medido con suficiente prudencia la distancia y la velocidad de los vehículos. Varias veces había sentido un escalofrío al esquivar un coche al límite, o cuando había estado a punto de tropezar y caer, con el inevitable accidente y sus consecuencias. Pero, con todo, los nervios que habitaban en él, ese suicida que llevaba dentro, continuaba dominándolo e imponiéndole aquellos actos. Se decía para sí que algún día se apagaría aquella buena estrella, y que la muerte acechante, enamorada, lo aplacaría en uno de aquellos cruces.
Pero por el momento mantenía esa actitud, como los animales que duermen alerta, siempre preparados para reaccionar ante el peligro. Atento a todo, escrutaba con infantil curiosidad cuanto caía ante sus desgastadas pupilas, ávido de gozar de cuanto se le ofreciera a su nostálgica mirada; de cuanto se mostrara a esos ojos inquisitivos que tantas veces se habían humedecido por el llanto.
Aquella vez no tuvo el arrojo de desafiar aquel semáforo, en medio de un tráfico tan abundante como el que había. Mientras esperaba el cambio de luces con impaciencia, sin embargo, su febril curiosidad le hizo detenerse en una escena que se desarrollaba a dos metros de él: una y un hombre, despreocupados, ajenos a su impertinente mirada, se abrazaban con las manos llevadas a las respectivas cinturas y se besaban pasionalmente, casi con desesperación, saboreando cada segundo el contacto de sus lenguas. Los vio devorarse hasta que se encendió el disco verde. Entonces, alertados por el freno de os vehículos, separaron sus bocas y cruzaron tomados de la mano, con sendas sonrisas que reflejaban sus hambres saciadas. Él, cómplice de aquella pasión desenfrenada, los vio alejarse mientras volvía a encenderse el disco rojo, y en o más hondo de su alma ardían todas sus nostalgias.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
29-06-2017.