El primer disparo quebró aquel silencio que escondía una tranquilidad ilusoria, más bien engañosa y traidora, precursora de la nefasta muerte, que pérfidamente abrazó el cuerpo del sicario, que no había tenido tiempo de anticipar el mortífero golpe. La bala le atravesó oblicuamente el cráneo, perforándole la sien derecha cuando su mano apenas había alcanzado la cintura para desenfundar el arma. El cuerpo se desplomó con hondo estrépito sobre el suelo unos pocos segundos antes de que otro proyectil derribara a su compañero, que yacía sobre su compañero con un agujero entre ceja y ceja. Sus almas abandonaron los respectivos cuerpos de manera instantánea, sin el menor quejido, sin muestra alguna de dolor, debido a la rapidez con que fueron ajusticiados y a la fina puntería de su atacante, cuya presencia no detectaron.
Consumada la venganza, Ernesto se acercó pausadamente a los dos cadáveres con aquel semblante frío y concentrado que Carlos conociera en los primeros días; con esa mirada inteligente donde se adivinaba un carácter taimado y calculador, con una sagacidad que por momentos le intimidaba. Lo seguía confuso por la situación que estaba viviendo, aturdido ante aquellas dos muertes que había presenciado a manos de su contacto. No se atrevía a hacer comentario alguno; tan sólo observaba y trataba de comprender cada uno de aquellos movimientos.
Ya frente a los dos cuerpos exánimes, Ernesto les vació con saña el cargador. Ante ellos, las balas resonaron con mayor fuerza; el aire se cargó de olor a pólvora, como sus dedos, y entorno de las víctimas se formaba un charco de sangre que le manchó los zapatos, tiñéndolos del mismo color que se había apoderado de sus ojos. Carlos, más escrupuloso y amedrentado por aquella actitud, acaso temeroso de que la reacción del otro se volviera contra él en medio de aquel arrebato de cólera, había retrocedido, con respetuoso cuidado de no pisar la sangre. Asustado, lle costaba articular las palabras; la voz se negaba a obedecerle. Vaciló en perturbar el ensimismamiento de su amigo, que continuaba contemplando los cadáveres meditabundo, acaso sumido en el recuerdo de la afrenta vengada; acaso tratando de examinar a aquellos hombres. Finalmente consiguió vencer sus dudas y lo abordó, sacándolo de aquel estado de catalepsia:
–Creí que no te gustaba la sangre.
–Y no me gusta -respondió automáticamente Ernesto, que al instante demostró que su espíritu continuaba atento; que no se había dejado llevar por sus elucubraciones.-. Pero estos cabrones dispararon a Ángel. Su sangre no me afecta.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
01-07-2017.