ATRAPADA

Lo primero que recuerdo es que salí de aquella casa y corrí muy agitada, tratando de alejarme de ella lo más posible. Iba veloz de una parte a otra del bosque; apartaba con expresión angustiosa las ramas de los árboles que me obstaculizaban el paso y proseguía, presa de una fuerte agitación nerviosa; pero el bosque parecía extenderse más y más; mi vista no conseguía delimitarlo. Era como si se desplazara con mis pasos, haciendo inútiles todos mis movimientos. En medio de aquella zozobra ralenticé la marcha para tomar aliento y meditar con un poco más de frialdad, tratando de hallar la solución que me permitiera regresar a mi tierra. Mas entonces me crucé con la primera de las imágenes que iban a causarme un total desconcierto: era un chico de unos veinte años, alto, con el rostro cubierto por una palidez mortecina, algo que también delataban sus labios morados y unos ojos hinchados, donde se dibujaba un rictus de dolor que presagiaba la salida del alma. Contrastaba con aquella blancura el traje negro que vestía. La propia imagen del difunto. Estaba aplastado por un árbol caído, sin articular palabra, resignado a su destino.

En la siguiente escena que conserva mi mente estoy dentro de la casa. No puedo decir en qué momento desistí de mi huida, ni si lo hice. Bien podría haber regresado contra mi voluntad; pero no lo recuerdo. Era una casa grande, compuesta por una planta baja y un primer piso, situada en medio del bosque, con glaucas paredes, desnudas de cualquier tipo de decoración, y un suelo de mármol de igual color. Cuatro habitaciones había a cada lado de aquel triste palacio que no respondía a su majestuosidad con ampulosidad de adornos, sino, antes bien, con una pobreza que evocaba el abandono. En los dormitorios no había más que el lecho, si bien en la mayoría de los casos éste no era necesario, por estar la casa prácticamente deshabitada.

En el fondo del luengo pasillo divisé a un joven sentado en el suelo con las piernas cruzadas; tenía las manos sobre las rodillas, con las palmas hacia arriba, unidos los índices con los pulgares. Con la espalda erguida y los párpados cerrados, afectaba gran serenidad, acaso transportado por su meditación a un estado de calma que suplía la falta de tranquilidad del mundo que nos rodea.

Para mi sorpresa, en una de las habitaciones había únicamente un gato negro. En este punto de mi relato, la confusión no hace sino aumentar; pues no puedo dar noticias de cómo había llegado a conocer la historia de aquel desgraciado felino. Mas el caso es que la conocía. Aquel gato había sido maltratado; todavía presentaba heridas por los golpes, y ello le hacía ser muy asustadizo, con esa ferocidad instintiva para repeler cualquier nuevo intento de agresión. Sin embargo, fui tan ingenua que, enternecida por aquella criatura, quise acariciarla; pero su defensa fue instantánea; con extraordinaria rapidez se enderezó y me dio un zarpazo en la diestra antes de escapar. Me llevé con presteza el dorso a la boca para curar con saliva la herida que me había causado; esas líneas rojizas que me ardían y se me hundían en la piel.

En otra habitación vi un niño de pocos años, aunque no puedo aventurar su edad. También había sido objeto de malos tratos, pero su reacción fue radicalmente opuesta a la del felino. No era la suya una naturaleza agresiva, que tratara de hallar seguridad en el rechazo del otro. Por el contrario, había desarrollado una gran sensibilidad, reflejo del cariño que necesitaba. Creo que fue por ello que en cuanto me vio en el umbral de la puerta se dirigió decididamente hacia mí y me abrazó las piernas. Es el gesto más hermoso que me ocurrió.

En una tercera cámara vi una mujer de mediana edad vestida con una bata blanca. La información que misteriosamente almacenaba mi cerebro me informó que se trataba de una enfermera que por una negligencia había causado la muerte a cientos de personas y que, arrepentida, estaba ahí encerrada, como encerrados estábamos los demás, tratando de ayudar a los escasos huéspedes que habitábamos aquella casa.

Una tercera escena, también sin solución de continuidad con las anteriores, me sitúa de nuevo fuera del edificio, en un pequeño jardín, colindante con el bosque kafkiano que se abría a las puertas de éste. En dicho jardín se hallaba una mujer de avanzada edad sentada en una silla de ruedas. Su posición era rígida, no sólo por la inmovilidad de su cuerpo, debido a la vejez y a la tiesura de sus articulaciones, sino a que ni tan sólo movía los músculos de la cara; su cabeza no realizaba el menor esfuerzo de rotación a un lado ni a otro; y ni aún las pupilas se desplazaban, fijas siempre en un punto del horizonte; sólo se trasladaba su órbita cuando lo hacía la silla. Tuve que ponerme delante de la venerable anciana para poder verla bien y apreciarla con toda la claridad posible. Entonces me percaté que sus pupilas cenicientas, acaso para siempre nubladas, perdidas en un océano de recuerdos pretéritos, eran olas marinas que se sucedían las unas a las otras, con una vida que ya había desaparecido de aquel órgano muerto donde se vislumbraba un burdo reflejo del cielo diáfano, una copia burlesca de las feroces aguas.

La cuarta escena me devolvió al interior de la casa, donde me aguardaba una imagen dantesca: el cadáver del joven que momentos antes meditaba en un rincón del pasillo yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. La enfermera, aquel personaje que había cometido tan gran atrocidad años antes y había decidido expiar sus culpas, no había podido evitar reincidir. Mientras observaba aquel cuerpo exánime me decía que debía haber una explicación para tal acto; que un escrúpulo de compasión había motivado tal crimen. No obstante, al instante me decía que tal supuesto era absurdo; que aquel joven había hallado la paz en medio de su meditación, y que la muerte no había figurado entre sus deseos.

Abstraída en estos pensamientos y en la descorazonadora imagen que ante mí tenía, de repente oí un golpe seco; era un estruendo como de algo que se precipita desde gran altura. Salí a la puerta de la casa y vi al chico del traje oscuro. Unos minutos antes -horas, quizá- lo había dejado en el bosque, próximo a expirar; pero había sobrevivido. Sin embargo, su alma atribulada nunca había estado conforme con la vida. Presa de un desesperado desasosiego, aquel chico se había arrojado desde una de las ventanas del primer piso, para ahogar los dolores que tanto le afligían y terminar de cruzar el fatal río de la muerte. Ahora su sangre se mezclaba con la tierra, mientras su cuerpo quedaba abandonado e insepulto.

Autor: Javier García Sánchez,

desde las tinieblas de mi soledad,

23-10-2017.

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