El paseo se alargó más de lo que tenía previsto, pero no me importó. La noche era agradable; y a ambos nos iría bien caminar para relajarnos de la charla que acabábamos de tener, que nos había enturbiado un poco el ánimo. Pero es que, además, por ser la primera noche de libertad de los estudiantes, muchos acudían en pandilla a los bares, y era muy difícil encontrar uno que estuviera medianamente tranquilo. No descartaba ir alguna vez con mi nuevo amigo a alguno de esos locales tan concurridos y alternar con la muchedumbre y el ambiente de fiesta, como en mi añorada adolescencia; pero aquella noche prefería un poco de calma e intimidad; un lugar donde pudiéramos reanudar nuestra interesante plática sin el peligro de que nuestras voces se vieran ahogadas por los salvajes gritos de chicos embriagados con toda clase de bebidas alcohólicas que parecían sumirlos en una especie de trance y ser poseídos por seres demoníacos cuando daban estrepitosos golpes en las mesas y soltaban estruendosas carcajadas, desfigurando sus rostros en grotescas muecas.
Finalmente acabamos en una zona de las afueras, quizá algo marginal, pero que gracias a ello estaba más vacía y permitía entablar una conversación normal. El bar al que fuimos, eso sí, era un local de mala muerte, que hacía pensar en un menú bastante pobre, pero al menos barato. Era uno de esos típicos bares de pueblo, pequeño, con poco espacio entre mesa y mesa, y que, debido a las reducidas dimensiones, hacen que se esparza con más facilidad el olor a fritura y que el ruido de la televisión moleste. Pero entonces, como ya digo, estaba despejado, algo que nos permitió acomodarnos en una esquina, junto a una ventana, alejados del odioso aparato, que en ese instante emitía, además, un programa aborrecible.
El camarero era un tipo rechoncho; tenía todo el aspecto de comerse las sobras de los comensales, y no me habría extrañado que también a algún que otro cliente. Pero, como he podido observar en otros casos, su gordura venía acompañada de una gran simpatía y un vivo sentido del humor. Entre la nariz y el labio superior ostentaba un gracioso bigote que más se asemejaba a un majestuoso croasán, como distintivo de su oficio; cuando hablaba y cuando reía con aquel ritmo mecánico, como el quejido de una locomotora que echa a andar y expulsa vapores por la chimenea, los extremos se le metían accidentalmente en la boca, debido a aquel trote de todo su cuerpo que hacía que su abultada tripa subiera y bajara como una noria; y que la mandíbula, después de abrirse y mostrar una cavidad donde ya faltaba algún que otro diente, mientras los que aún permanecían en su sitio, amarillentos, anunciaban su pronta caída, atrapara parte de aquel vello que, tras hallar vacío el lugar que antes ocupara la carne, aprovechaba para ocuparlo intrusamente, quedando bañado por la saliva cuando las compuertas del canal volvían a su puesto. Si hubiera tenido que adivinar el nombre de aquel personaje por su físico para responder a alguna pregunta de lógica, no habría tenido la menor duda. Aquel hombre se llamaba Moustache.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
13-01-2018.
jajajaja molt bona la descripció del cambrer, m’ha agradat 😉
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jajaja. Moltes gràcies, Lídia! Volia fer riure una mica. Ara vaig a esborrar el duplicat.
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