Debo de ser la única persona que se pone enferma en abril. Ya sé que los cambios de estación son peligrosos; una se confía; piensa que ya puede guardar la ropa de abrigo, y de repente le sorprende un día una bofetada de aire frío, último estertor de protesta del invierno, que se retira hasta el año siguiente, no sin antes dar una muestra más de su bravura. Y entonces me toca aguantar un molesto resfriado, que en mi caso dura unas dos semanas. Pero esta vez, como ya digo, aquello no me ocurrió en los albores de la primavera, sino cuando ésta ya estaba asentada. Intuí que se debía a mi descuido de salir a cenar con Gabriel y vagar por las calles un tanto ligera de ropa, después de negarme a aceptar su chaqueta.
En cualquier caso, a la semana siguiente amanecí congestionada; no dejaba de estornudar y de sonarme en clase; tenía la nariz más encarnada que la de un payaso, y me escocía cada vez que me pasaba el pañuelo para sonarme.
Conforme pasaron los días fue a peor, como suele ocurrir en todo proceso vírico; el costipado me pasó a la garganta; tenía los ojos llorosos y enrojecidos a causa de los estornudos. Ahora me costaba hablar y me dolía cuando tragaba, pero hacía un esfuerzo para no quedarme con el estómago vacío; pues, como es de suponer, con el dolor se me había quitado el hambre; pero necesitaba tomar algo que acompañara las aspirinas, que me seguían a todas partes en mi bolso.
Gabriel, siempre a mi lado en clase y durante las comidas, me miraba con lástima; incluso me atrevería a decir que con cierto sentimiento de culpa, por intuir, como yo, el origen de mis males. No podíamos reír como en tantas ocasiones; en mi caso, porque mi estado no me permitía otra cosa que maldecir cada germen que salía disparado de mi cuerpo con mis estornudos; y en el suyo, obviamente, por estar junto a alguien que lo pasa mal anula las alegrías propias, especialmente si se trata de un ser querido; y más aún si la persona que le acompaña tiene una sensibilidad tan acusada como la tenía Gabriel.
En varias ocasiones me sugirió que me marchara a casa a descansar para recuperarme lo antes posible, pero yo me negaba; prefería asistir a clase, tomar apuntes y gozar de su compañía. No me imaginaba metida en mi cuarto como si estuviera en cuarentena, con el perfume que llegaba desde la habitación del compañero y sin poder ver a nadie ni relacionarme; sin poder salir y que me diera el aire. Y, si quedarme enclaustrada se me presentaba como un suplicio, la idea de regresar al pueblo la descartaba de plano. Quizá ahí mi madre me prodigara toda clase de cuidados; caldos de pollo bien calentitos y los mimos a la pequeña, a su niña. Pero no. Para mí la idea de regresar al pueblo y renunciar, siquiera por unos días, a esa vida independiente, se me presentaba como una muerte agónica, mil veces peor que morirme entre convulsiones en mi cuarto de alquiler.
Mas, fuera como fuere, al final no tuve más remedio que escuchar las palabras de Gabriel y, para mi desgracia, el jueves de aquella semana me quedé en la cama como una pobre anciana moribunda, sacudida por la tos y atendida por mis compañeras. Pero es que cuando caigo enferma siento como si se acabara el mundo. Tan fuerte me dio. Y lo peor fue que, muy a mi pesar, aquel día me quedé sin ver a mi amigo.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
26-01-2018.
jejejeje Em fa gracia el company de la marihuana, jo no ho hagués aguantat jajaja
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jajaja. Jo tampoc haguera pogut amb eixa mena de company, i menys en l’habitació contigua, tot i que, ho admitisc, m’agrada la olor a marihuana.
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