UNA NUEVA ETAPA (CC)

A decir verdad, no tenía ningún plan; nada más de lo que ya hacía podía hacer por Gabi para arrancarlo de las garras de su melancolía; sólo podía perseverar en mi trato, y esperar que el tiempo ejerciera su acción reparadora; que a base de sacarlo de casa con los amigos y de pasar momentos con las chicas; o a través de besos, caricias y polvos mágicos, terminara por olvidarse de aquel aturdimiento. Eso era todo. Más de una vez hablé con las chicas, y estuvieron de acuerdo conmigo; Selena siempre era mi gran baza cuando se trataba de arrancarle una carcajada. En cuanto a nuestro pequeño grupo social, aún no tenía la confianza suficiente, ni de lejos, para contarles lo que ocurría; me limitaba a organizar cenas, o a aceptarlas cuando alguien las proponía, y siempre acababa arrastrando a Gabi a mi terreno.

Ya en diciembre nos sorprendió una noticia que a nadie se le habría pasado nunca por la cabeza, y aún menos a Juan, el propio informante. Estábamos sentados en el comedor, después de dos horas de política criminal. Nos quedaban tres semanas de clase antes de las vacaciones, unas vacaciones que, de lo cercanas, nos hacían desearlas, a pesar de que habíamos empezado hacía nada; o así era cómo lo veía yo. Tres meses habían pasado sin apenas enterarme; sólo lo había notado en la diferente temperatura; en que había dejado de dormir en camisón para meterme en la cama con tres mantas; en que los ventiladores habían dejado su puesto a las estufas; en que ya no podía lucir camisetas de tirantitos o vestidos que me dejaran los hombros desnudos, y en su lugar tenía que protegerme la garganta con una bufanda y gruesos jerseis; que tenía que guardar las faldas y los cortos para sacar los pantalones…; que, en definitiva, me costaba más moverme. Y que yo, como Gabi, también me sentía más a gusto con las largas noches que con los interminables días del verano.

Estábamos sentados a la mesa las dos parejas aquel lunes, como decía, cuando de repente se nos incorporó la oveja descarriada, el espíritu libre. Juan llegó con actitud decidida, con una sonrisa que nos abrió el apetito por conocer las buenas nuevas que nos iba a comunicar. Dejó caer con negligencia la bandeja sobre la mesa, para que el estrépito acompañara o hiciera casi de eco a la noticia que iba a soltarnos, a la bomba que nos dejaría mudos por unos segundos; y, ya de paso, para despertar la atención de las otras mesas. Los demás se giraron, al tiempo que oyeron la grave voz de Juan, que exclamó exultante:

-¡Me voy a casar!

Si a día de hoy se me hace difícil computar el tiempo, por aquel entonces aún más. Las palabras que habíamos escuchado en boca de nuestro amigo, tan comunes, tan típicas, no eran para ser pronunciadas por un vividor, por un picaflor que siempre había rehuido el compromiso. ¿Cómo podía soltarnos aquello? Desde que lo conocíamos, siempre lo habíamos visto soltero; no podía haber conocido a una mujer en un fin de semana y haber perdido la cabeza hasta ese punto; él no era así. Ahí había algo que no cuadraba. Siempre le gustaba fardar de sus conquistas de una semana, o de un día, y de sus polvos apoteósicos. Era imposible que de repente se casara; él amaba su libertad. Nada de aquello tenía sentido. Y, para mayor contraste, nuestra estupefacción recibía como respuesta una sonrisa que lo convertía en un completo idiota.

Autor: Javier García Sánchez,

desde las tinieblas de mi soledad,

23-07-2018.

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