UN SENTIMIENTO HUÉRFANO

Habían pasado los meses, pero aún la recordaba. Poco tiempo había transcurrido desde que sus vidas se habían separado; mas también era cierto que durante el tiempo que habían estado juntos, nunca había ardido entre ellos la llama que une a las almas que con ardor se buscan. Era, más bien, un profundo y sentido aprecio que había nacido desde la sinceridad, desde una especie de admiración mutua, que nunca se había atrevido a atravesar la línea de la virginal pureza, acaso temerosa de que el intrépido paso les deparara alguna desagradable consecuencia; que su ideal se desvaneciera tras observar algún detalle que había ocultado por el momento la prudente distancia.

Era por ello que no alcanzaba a entender cómo era posible que aún perviviera en su memoria la imagen y la voz de aquélla que había sido su amiga; cómo recordaba su sonrisa, sus palabras. Inútiles habían sido sus intentos por olvidarla; había demasiadas puertas que habían sido en falso cerradas; un cruce de mutuos reproches donde antes sólo había recíprocas alabanzas. Pero, si durante el día en ella pensaba, al caer la noche ni en sueños librarse de ella podía; al momento reaparecía con mayor fuerza; su voz cobraba renacido vigor; sentía que casi podía tocarla. Y era ahí, entre las brumas de Morfeo, donde blandían sus verbos para aplacar los dolores que ambos aún sentían; para cerrar aquellas puertas que aún expedían el vaho de la nostalgia.

Cuando para sí lo pensaba se decía que, si ni en sueños podía librarse de ella, era porque honda había sido la marca; que, si bien una amistad casta y franca, su alma la había adorado de un modo más intenso, acaso por él desconocido. Aún estaba caliente la sangre; aún no habían cicatrizado las heridas. No había pie para que resurgiera un sentimiento moribundo, y aún menos cuando para ella él ya no existía. Mas, a pesar de ello, se sentía huérfano, esclavo de aquellos recuerdos, anhelante de una dicha que ya no regresaría.

¿Era su corazón sensato? La pasión con que obraba era quizá la culpable del continuo divagar de su pensamiento; del recordar a quien tanto había significado para él antes de que llegara la fatal tormenta. El paso de la dicha a su pérdida le producía vértigo; no conseguía salir del abismo adonde se había derrumbado, y ni siquiera sabía si quería. Más bien, por momentos parecía buscar al hacedor de sus penas; a la que otrora hiciera brotar tan calurosa llama, de la cual ya no quedaba ni una tímida ascua.

Como náufrago que agoniza contra las olas, luchando contra las oscuras profundidades del océano que lo atraen vorazmente, él agarraba aquellos recuerdos, aún consciente de su enorme peso; de la necesidad de deshacerse de ellos. Bañaba su rostro en lágrimas y persistía en su propio castigo. Ella, quien tanto había sido, por quien tantos suspiros había su pecho exhalado; que había sido la artífice del brillo de sus pupilas, ahora era la portadora de su mayor desdicha. Ella, que durante tanto tiempo había sido el fuego de su alma, ahora era las tinieblas de su desventura.

Autor: Javier García Sánchez,

desde las tinieblas de mi soledad,

26-08-2018.

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