La lluvia caía con fuerza; algunos trozos de granizo golpearon contra los cristales. Tuvimos que bajar la persiana para asegurarnos de que no se causaban daños en la ventana. No estaba acostumbrada a una lluvia así de intensa; en mi ciudad todo se presentaba en pequeñas dosis, con moderación; nada de una flora selvática y paradisíaca como la de tierras americanas y africanas; ni tampoco fieros huracanes como los que solían azotar el Nuevo Mundo.
Poco antes de las cinco, Hanna y yo fuimos al comedor. La señora Meyer, severa, aguardaba al resto de la gente. Vimos abrirse una falsa puerta a nuestras espaldas; a través de ella pasaron los integrantes del otro grupo con su tutora, una mujer polaca que desde el principio me provocó la misma desconfianza que la irlandesa. Fue ella quien tomó la palabra cuando se reunió con nosotros.
-Bueno, creo que no falta nadie. Señora Meyer, ¿ha tenido tiempo de revisar los informes?
-Sí, señora Kwozynski.
-Bien.
<<Como ya sabéis todos -dijo, distribuyendo su mirada por todos nosotros; una mirada inquisidora, escrutadora; como un buitre que buscara carroña con sus lentes oscuras. Me dio más impresión de que tenía más autoridad que la otra; y al instante se me hizo más repulsiva.-. Como sabéis, vuestra misión es matar a Narayan; para eso se os ha dividido en dos grupos, cada uno de los cuales será dirigido por uno de vosotros; los demás quedarán subordinados a esa persona, que sólo dependerá de su respectiva tutora; es decir: la señora Meyer o yo. La única regla es, por supuesto, no hablar con nadie del equipo rival. Al margen de esto, todo está permitido. Hoy será un día de contacto; quiero que os conozcáis y colaboréis. Y ahora, procedamos a nombrar a los capitanes. Por mi parte designo para este puesto a Szvetlana.
Szvetlana era una chica suiza con una larga y lacia melena rubia. Era la primera vez que su país participaba en una guerra, acostumbrado a su cómoda neutralidad. Nada sería ya lo de antes. El Vaticano había desaparecido; de nada le había servido su poder sagrado, su aureola divina. Habían pasado los tiempos de la Ciudad-Estado.
-Bien -dijo entonces Meyer, tomando la palabra.-. Por mi parte, sólo debo añadir que de mi grupo se encargará Laura.
-¡¿Qué -exclamé, sin salir de mi asombro-!? ¡Eso es imposible! ¡Ya he dicho que me niego en rotundo a participar de esta locura!
-Y, sin embargo, no tienes elección -respondió Meyer con el ceño fruncido, en tono burlesco-. Estás aquí, tan atrapada como nosotros; y sobre ti recae la responsabilidad de todo el grupo.
-¡No! ¡Sobre mí no recae ninguna responsabilidad, porque ya he dicho que no voy a aceptarla!
-¿Algún problema, señora Meyer -preguntó con desdén el adefesio polaco-.
-No es nada, señora Kwocynski; no se preocupe.
-¡Sí; sí que ocurre algo!
Intervine, con las mismas energías de la mañana. No sabía a dónde me llevaría aquello. Mis nervios estaban a punto de estallar. Me veía toda la guerra en cama a causa de las horribles migrañas que me estaban destrozando la cabeza desde el primer día.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad,
22-11-2018.