CUADERNO DE GABRIEL
LA GRAN BATALLA (XX)
El anciano sintió como si un relámpago estremeciera el cielo; como si un látigo le azotara con toda su furia. En cuestión de segundos se cruzaron por su mente miles de imágenes; recuerdos que lo retrotraían a casi veinte años atrás. Aquel saqueo, aquella mirada de terror… Una mirada de pánico y de impotencia; de resignación ante una muerte inminente e ineludible. Y entonces, enfrentado a aquel rostro infantil bañado en lágrimas, había sentido un arrebato de compasión, mezclado con el inefable orgullo que le producía esa sensación de poder y de superioridad; ver que de sí dependía la vida de aquel ser tan indefenso. Y respetarla, si bien era un acto de clemencia, también era algo humillante; la obligaba a vivir con su desgracia; y, por si fuera poco, con la idea de haber sido el mismo asesino de sus padres quien la había indultado.
Y ahora, cuando había olvidado todo aquello, ese pasado tan remoto le perseguía en la forma de aquella niña convertida en una joven y brava guerrera, experimentada básicamente gracias al ejercicio que había realizado mientras se encontraba a sus órdenes.
Era irónico. El destino a veces se comportaba de la manera más caprichosa; parecía querer dar un largo rodeo y jugar con los personajes para regresar al punto de partida. Pero es que él, en el momento de dar media vuelta, hacía casi veinte años, para dirigirse a la puerta con aquella mueca maliciosa, ni por asomo podía sospechar lo que ocurriría tanto tiempo después.
Pero ahora estaba ahí, sentado en el suelo, asistiendo al desenlace de su propia tragedia griega. Frente a él, Ariadna lo observaba con una expresión indescriptible de odio; con los ojos marcados por la furia y el resentimiento. Era una expresión que contrastaba con el vulgar desprecio que Albus le había mostrado en su día; y, en ello, el anciano se sentía vencedor, aunque se sintiera al borde de la muerte. Pues, si había algo similar entre aquellas dos imágenes, era el pánico, que ahora se reflejaba en los arrugados ojos del dirigente de Erthos, como entonces había estado en la asustadiza niña. ¿Cómo enfrentarla? Se sabía perdido. Ella conocía su arma más letal; y astutamente había cuidado de privársela.
-¡Vaya! ¡Ha pasado mucho tiempo! Nunca creí que volvería a verte. Debí dejarte muerta junto a tus padres. ¿Así me agradeces que te perdonara la vida?
-Arrogante hasta el final. Sabes que sin tu arma estas perdido; pero no vas a derramar una sola lágrima; no me vas a implorar. Eso sería rebajarte; y tú nunca lo harás. Prefieres la muerte. Y, a decir verdad, es mejor así; este mundo no te soportaría. Además, no te servirían las súplicas.
El anciano, impasible, no cejaba en su desprecio. Hizo un brusco movimiento de cabeza, en busca de una fuente de luz salvadora; una mínima energía que despertara toda su fuerza dormida.
-Todo es inútil. Hasta los tuyos te han abandonado. Tan odioso y detestable eres. La guerra no se reanudará hasta que seas cadáver. De modo que coge tu espada y acabemos pronto. A menos que prefieras que te atraviese con la mía mientras estás ahí tendido.
Autor: Javier García Sánchez,
Desde las tinieblas de mi soledad.
20/01/2019.