Después de unos minutos de lectura, subí a la primera planta, adonde tendría que acudir en un par de horas para realizar el embarque, y estuve platicando un poco más con mi novia. Estuvo a mi lado continuamente, con algunos descansos para las comidas. Sabía que iba a pasar la noche en vela, y me la enriqueció con su presencia.
Algo después de las 6:00 abrieron la facturación. Había algo diferente en mi equipaje; lo había facturado como prioritario sin saberlo. Mas ello tenía la ventaja de que embarcaría antes y podría subir al avión con la maleta; y, una vez en mi tierra, podría olvidarme del engorroso trámite de esperar en la cinta para recoger el equipaje.
Recuperé los nervios en aquella última media hora, cuando subimos al avión. Tal como en el viaje de ida, tenía asignado un asiento en el centro. Aguardé que el avión no viajara lleno; que uno de los asientos que había a mis costados se quedara libre, como ya pasara en la vuelta de hacía dos años, para poder cambiarme; pero no tuve esa suerte. Desde donde me encontraba, apenas podía ver la ventanilla, y era una lástima; porque, si hacía dos años había viajado de noche, ahora estaba amaneciendo, y podría haber disfrutado de hermosas imágenes.
¿Qué referir de aquel viaje? Ya han transcurrido más de dos semanas desde entonces. Recuerdo que al principio noté revivir mi instinto de conservación cuando arrancaron los motores; oí un ruido raro, y temí que el avión fuera a estallar en pleno vuelo. De todos modos, no me quedaba otra posibilidad que esperar que eso no sucediera; y a la vista está que todo fue cosa de mi neurosis.
El libro de Octavio Paz descansó en mi mochila durante el trayecto. Ya no lo retomaría. Las cuestiones académicas me cansaban, aunque las valorara, como ya he dicho. Por otra parte, no tenía fuerzas para leer ni para escribir. Una vez en el avión, sin otra responsabilidad que dejarme llevar y descansar, me sentí terriblemente pesado y agotado; y, sin esfuerzo alguno, me dormí. A pesar de todo, no obstante, mis nervios continuaban;y la postura, sin el privilegio de los dos asientos que estaban a mis lados, se me hacía incómoda. Básicamente puede decirse que estuve durante todo el tiempo dando cabezadas. Es el único vuelo que se me ha hecho eterno. Y, en esos instantes en que abría los ojos y recuperaba la conciencia, veía con envidia cómo dormía el resto de los pasajeros. Particularmente me fijé en la chica que había a mi derecha, junto a la ventanilla. Debía de ser un poco más alta que yo, con una larga, oscura y lisa cabellera. Aún no acierto a saber cómo, pero se enroscó en su asiento de una manera admirable; estaba hecha un ovillo. La miraba, y no sabía a ciencia cierta si lo que había a mi lado era una chica o un gato.
El vuelo llegó sobre las 10:15, con algo de adelanto. Ya era definitivo. Había regresado a mi aborrecida tierra. Ya en el metro, le envié un audio a mi novia para confirmarle que estaba bien; pero debía de estar todavía somnoliento, porque creo que dije algo sin sentido, y la pobre se preocupó, según me dijo algunas horas más tarde, cuando, ya recuperado, retomamos el contacto.
Autor: Javier García Sánchez.
Desde las tinieblas de mi soledad.
08/03/2019.