Lo que no me acababa de cuadrar, en cualquier caso, era el comportamiento del Alto Mando Alemán encargado del gobierno de nuestra prefectura. Es decir: el GLN había actuado de manera impulsiva; los dos terroristas muertos, de hecho, apenas eran veinteañeros. Parecía un comando improvisado con gente inexperta; algo que podría comprometer todo su proyecto y acabar con sus aspiraciones, además de con las vidas de los revolucionarios. Pero lo de sacar toda aquella información a la luz… No sé… Definitivamente, aquello tensaba la cuerda con Tokio. Aún se mantendrían las relaciones diplomáticas; nuestro gobierno había exigido explicaciones al embajador japonés. Pero, si tan obvia era la colaboración nipona con la insurgencia, ¿no habría sido más astuto guardar silencio acerca de la investigación; o, al menos, no dar a conocer los datos fundamentales hasta días más tarde, para reflexionar con más calma acerca de qué hacer con el imperio rival? Algo me decía que el Reich actuaba con la misma impulsividad que los revolucionarios.
Por otra parte, me impresionó conocer la presencia de los servicios secretos japoneses en las operaciones de la insurgencia. Luis ya me había advertido que el peligro aún no había pasado; que los cinco imperios chocarían entre sí como placas tectónicas. Pero no imaginé que fuera tan pronto; y nunca creí que fueran los nipones quienes llegaran hasta nuestras tierras. Antes creía que serían los rusos, que compartían miles de kilómetros de fronteras con el Reich; o los indios de la Gran Delhi. Pero en ningún caso creí que los japoneses pudieran salvar las enormes distancias que nos separaban y sortear las dificultades de esos gigantes; y aún menos pensaba en el Gran Imperio Latinoamericano, tan distante, y que no parecía querer meterse con nadie.
Aquel día lo pasamos encerrados en casa, aguardando la inminente llegada de una pareja de gendarmes y el correspondiente registro. ¿Nos interrogarían? Ninguno de nosotros había tenido tiempo de ponerse a estudiar alemán; la entrevista sería un fracaso rotundo, a menos que llevaran un intérprete o nos detuvieran para interrogarnos con un traductor en la comisaría. ¿Podría volverse en contra de nosotros nuestro desconocimiento del alemán? Mi sentido común me decía que no; que para eso tendrían que detener a casi todo el país; que para detenernos debían hallar pruebas que nos incriminaran. Pero eso nunca lo encontrarían; porque éramos inocentes. Pero, después de lo que había visto en Kenia y de lo que había vivido con Luis, había aprendido a desconfiar del sentido común.
Por suerte, aún disponíamos de un poco de comida con que pasar el día; y las pastas que nos había traído Tania también nos ayudarían a matar el hambre, pero necesitábamos un salvoconducto para comprar siquiera. Por otra parte, habría gente a quien el atentado le sorprendiera tirada en la calle sin techo; esas personas se habrían llevado la peor parte. Habrían sido detenidas, o acaso ejecutadas en el acto.
Siempre he sido muy activa. Estar encerrada sin poder salir me agobiaba mucho. Me recluí en mis pensamientos, como Raquel el día anterior. Sólo oía los gritos al anunciar su llegada a las casas; su voz gutural y gangosa; las puertas que se cerraban con estrépito; algún sordo lamento. Y siempre aquel ambiente tenso. Sólo quería que llegaran; que nos importunaran con su presencia y que nos dejaran en paz. Entonces nada más me importaba.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad.
11-06-2019.