Reto de junio del grupo de Andrea Gastelum lectores y artesanos literarios. Temática: punto de vista homosexual/transexual/bisexual.
Tardé mucho en aceptar que mi manera de sentir, que mi manera de querer, no eran las que los demás esperaban de mí. Inconscientemente recibía mucha presión por parte de la sociedad; o tal vez fuera de una forma no tan inconsciente. Y, cuando es tu propia familia quien a diario, casi, te interroga por tu vida sentimental; cuando tus tías; o, peor aún, tu propia madre, te pregunta si aún no tienes novio, llegas a sentirte culpable y humillada; crees que lo que haces no está bien; te rechazas y te conviertes en torturadora de ti misma.
Como ya digo, tardé años en aceptarme como soy; siempre buscaba excusas con que autojustificarme. Sí por la calle me fijaba en otras chicas, me decía que no era a ellas a quienes miraba, sino a su ropa; que me encantaba cómo les sentaba; y que también quería comprarme esas prendas. Al fin y al cabo, las mujeres nos miramos con esa especie de envidia y competitividad entre nosotras, siempre ansiosas por vestir de una manera que luzca.
Pero no. Esa excusa que me impuse pronto cayó.
Cuando, con 15 años, me fijaba en las adolescentes, no lo hacía porque me interesara su ropa, sino porque me atraía lo que había debajo. El cuerpo femenino, con sus curvas, sus ondulaciones; esas largas melenas, con cabellos juguetones que caían por las mejillas y rebosaban coquetería; esos ojos chispeantes que electrizaban desde la primera mirada… En fin… Las mujeres no eran un misterio para mí. Yo era una de ellas; conocía mi cuerpo, y me gustaba, como me gustaba el de varias de mis compañeras de clase.
Empeñada en negarme, en verlo como un capricho, al principio intenté salir con algunos chicos, pero aquello no funcionó. Conocí chicos muy simpáticos y guapos -algo que, dicho por mí, no sé el valor que tenga; pero, honestamente, creo que tenían su atractivo-. Pero aquello no salió bien; el cuerpo de un hombre no me atraía. Cuando la relación se preparaba para dar un paso más; cuando iba a aparecer el sexo, siempre me echaba atrás, algo que me produjo embarazosos conflictos con aquellos chicos, que tuvieron que apagar solos su fuego. Les agradezco que la mayoría de ellos hoy no me guarden rencor; que me hayan comprendido y aceptado como lo he hecho yo después de tantos esfuerzos y de una lucha interna tan dura contra mí misma.
Todo empezó a caminar el último año de instituto. Me sentía más nerviosa que de costumbre. Era primavera, hacía calor y se acercaba el final de curso; llegarían los exámenes; y luego,si todo iba bien, la selectividad y la universidad. Era empezar otra vida, en definitiva. Eso me tenía muy sensible; era muy vulnerable emocionalmente. Al acabar las clases siempre recogía con calma, sin prisas por marcharme. Me gustaba estar unos minutos a solas para reflexionar sobre lo que era mi vida y el futuro que me esperaba; para tratar de encontrarme a mí misma.
Pero un día no me quedé sola. Sé que aquello fue premeditado. Raquel, una compañera, se quedó rezagada. La vi de pie, con el busto inclinado hacia adelante para guardar sus cosas en la mochila, de perfil, con su salvaje y oscura melena ondulada cayendo y flotando en el aire. Nada de aquello era casual. Ella quería que la viera, como lo demostró al obsequiarme con aquella enloquecedora sonrisa.
Aunque la relación no saliera bien, es lo de menos. Con Raquel me descubrí a mí misma. Con ella saboreé las autenticas mieles de un buen beso; con ella exploré por vez primera los grandes placeres del sexo.
Soy Hanna. Y ésta es mi historia.
Autor: Javier García Sánchez,
Desde las tinieblas de mi soledad.
18/06/2019.