UNA NUEVA ETAPA (CCCL)

Fue la tercera vez en dos años que cogía el avión; y, como en las ocasiones anteriores, en medio de una situación adversa. Si el primer viaje había sido para aprovechar una supuesta beca, el mismo día en que estallaba el tercer conflicto mundial más grave de la historia, que se saldaría con millones de muertes de vidas humanas en una guerra relámpago, el segundo había significado la vuelta a casa tras el fin de la dura contienda, ya con todo el mapa mundial trastocado, y con la mayoría de mis seres queridos muertos por causas directa o indirectamente relacionadas con el entuerto bélico. Y ahora, después de escasos dos meses de mi regreso, salía una vez más; en esta ocasión, acompañada por la única amiga que me quedaba y por mí novio, para refugiarnos en la patria de los vencedores; de aquéllos que nos habían humillado y que, aunque no fueran los únicos responsables, nos habían destrozado la existencia.

El caso era que, aunque en este último caso no fuéramos realmente culpables de nada, nuestro acto no dejaba de ser una huida. No era tanto que huyéramos de la pobreza, cuanto que nos escondíamos de Tania, para que no descubriera nuestra marcha. Así, aunque pueda sonar ridículo, nos sentíamos fugitivos; y, como tales, tuvimos mucha tensión encima; una tensión que nos mantuvo alerta durante toda la madrugada y el tiempo de espera en el aeropuerto. Además, cada día, cada imagen, era completamente distinta a la anterior; observaba con atención aquel éxodo masivo; el caos en que se había sumido mi país. No sabía en qué acabaría todo; y mi mente, ávida de información y de conocimiento, trataba de agarrar cada detalle.

Ya en el avión las cosas cambiaron. Habíamos conseguido nuestro objetivo; estábamos a salvo; ya podíamos bajar la guardia. Y entonces notamos el agotamiento.

Raquel iba sentada unas cuantas filas más adelante; le había tocado junto al pasillo. Desde donde nos encontrábamos podía verla cabecear hacia la derecha, descansando durante la hora y media que duraba el vuelo del mismo modo que lo hacía Gabi, sentado en el asiento que daba a la ventanilla.

Aquellos aviones eran espectaculares, pero no disponían más que de dos sillones; y eso forzaba a las familias a dividirse. Nuestra suerte era que, dado nuestro cansancio, eso no nos importaba mucho; sólo queríamos dormir. Éramos los únicos de todo el pasaje; seguramente, porque éramos los únicos que habíamos pasado la noche en vela. Claro que, en mi caso, no puede decirse que durmiera. El agotamiento me tumbaba; pero tenía los ojos medio abiertos, alerta, como un animal de caza. Los últimos dos años me habían despertado todos los instintos de defensa.

El vuelo llegó con unos diez minutos de adelanto sobre la hora prevista. Eran las 9:20 cuando aterrizamos en Berlín; y no me lo podía creer. Ya había estado en Kenia, pero ahora pisaba tierras imperiales; ahora ya no volvería a oír más inglés que el que hablara con Hanna; todo el resto sería la lengua de Goethe, de Nietzsche, de Hegel… Me sentía excitada y aterrorizada a un tiempo. Me hervía la sangre. Tendríamos que adaptarnos para sobrevivir.

Autor: Javier García Sánchez,

Desde las tinieblas de mi soledad.

07/08/2019.

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