UN ASUNTO DOMÉSTICO (II)

-¿Qué quieres decir con que estamos solos? ¡Gabriel! ¡Matías!

-Es inútil que grites, hermano; nadie te responderá.

-¿Qué has hecho con ellos?

-Los he eliminado; como tú eliminaste a Ezequiel, a Zacarías, a Jonás, a Judas y a tantos infelices.

-¡Eres un miserable!

-¡Y tú un cínico! ¡No pretendas hacerme creer que sientes pena por sus vidas, cuando eres un sanguinario y un psicópata! ¡No! ¡Sus vidas te importan una mierda! ¡Lo que te atormenta es la idea de que no puedan venir en tu ayuda para reducirme! Y la diferencia fundamental entre tú y yo es que tú matas por placer de tu mente enfermiza, que se regodea con el dolor ajeno; mientras que yo mato en defensa propia y para saldar una deuda.

-¿Qué vas a hacer conmigo?

-Ya te lo he dicho. Meterte en las mazmorras donde me encerraste; privarte de libertad y hacerte probar tu propia medicina. Quizá así te redimas y algún día dejes de ser un loco y un sádico.

-Esto no acaba aquí.

-¡Menuda novedad! ¡Acabas de descubrir el Éufrates -respondió el visitante con una mirada cargada de sarcasmo-. ¿Acaso dos seres abocados a la inmortalidad no van a volver a encontrarse? Ya sé que esto no acaba aquí. Pero eso no es motivo para que te deje hacer a tus anchas por los tiempos de los tiempos. Cuando volvamos a vernos, quién sabe lo que suceda. Y ahora vamos. Este encuentro empieza a alargarse más de lo necesario.

-Bueno, deja que al menos me ponga algo.

-De eso nada, Yisus. No voy a caer en una de tus tretas. Si te gusta pasearte desnudo por palacio, perfectamente puedes ir así a las mazmorras. Además, ya sabrás que ahí hace calor de sobra. Por otra parte, conmigo nunca has guardado recato alguno; y, en cuanto a los hombres que nos esperan, ambos sabemos que los desprecias tanto que te importa una mierda cómo te vean. Y ahora vamos.

Atravesaron la espaciosa sala y recorrieron un ancho pasillo. El palacio era acristalado, con una alta bóveda sobre la que reposaba la imagen de un águila bicéfala, cuyos picos sostenían sendas serpientes. El hombre desnudo caminaba delante con paso lento; el otro, vigilante, presto a repelir cualquier momento, blandía un puñal en la zurda. Avanzaron en silencio, observándose de reojo, acechante el prisionero de la primera oportunidad para insubordinarse.

Ya a la entrada del palacio vieron a cinco hombres vestidos con túnicas negras como la que ostentaba el visitante, pero cautelosamente encapuchados para proteger su identidad y privar de su rostro a aquél a quien escoltaban. Éste realizó repetidos esfuerzos por verles la cara; pero todos cayeron en el fracaso. Habría querido al menos oír su voz; tener alguna pista que le permitiera reconocerlos en el futuro; mas ellos guardaban silencio. Incluso sus fisonomías eran idénticas; todos de una estatura común. El prisionero, impaciente y colérico por no poder aclarar aquella duda que le carcomía, exclamó:

-¡Estáis todos muertos!

El visitante, en un acto reflejo, alzó el puñal y se lo clavó en la nuca.

-De eso nada. No vas a matar a nadie -respondió con tranquilidad-. Llevarás clavado el puñal hasta que te dejemos en la mazmorra. Así nos aseguraremos de que no te dejes llevar por tus excesos, y mis hombres no correrán peligro alguno. Y ahora camina. Quiero perderte de vista cuanto antes.

Autor: Javier García Sánchez,

Desde las tinieblas de mi soledad.

20/08/2019.

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