Algún día todo acabará. Eso era evidente. Pero, ¿todos aguardaban el fatal desenlace con la misma angustia que él? Se decía que no; que eso era imposible. Quizá hubiera personas que le dedicaran una gran parte de su tiempo; otras. en cambio, sucumbirían a temprana edad, debido a una temprana llegada de las parcas. Pero pocos eran los que la llevaban en mente.
Él pertenecía a ese reducido grupo. Reducido; lo sabía. Era imposible que fuera de otra manera. No todos habían tenido enfrente a la muerte desde niños; no todos se habían visto con un pie bañado por las aguas del río Leto. Per él sí. Él sabía lo que era vivir con esa salud frágil, vivir diezmado, con la seguridad de que le quedaba poco tiempo. Cuánto era, lo ignoraba; y ni siquiera sabía si quería saber la respuesta. Pero había oído que todos los pacientes que sufrían una intervención como la suya tenían una esperanza baja. A ello se sumaba aquella válvula. Desde niño le habían hablado de ella; sus padres le habían prevenido contra los golpes en la cabeza, pero sin decirle más. Sólo de adulto su padre satisfizo aquella ardiente curiosidad; le contó que se trataba de una válvula de derivación; que servía para drenar el líquido céfalo raquídeo.
Nada más supo del asunto durante años. Vivía consciente de sus limitaciones, acostumbrado a ser diferente, dejando que su llama se apagara lentamente, sin el valor suficiente para extinguirla por sí solo. El tiempo se había encargado de arruinar sus sueños. La sonrisa que de niño se dibujaba en sus labios, cada vez se mostraba con mayor dificultad; las estentóreas carcajadas con las que había correteado habían sido suavizadas y restringidas; las dulces lágrimas de felicidad se habían transformado en amargas lágrimas de desdicha y de rabia. Sabía cuán privado estaba a raíz de aquel tumor; cómo su vida entera había quedado para siempre truncada. Pero no. No lo sabía. Nunca sabría cómo habría sido su existencia de no haber tenido aquel tumor; sólo sabía que lo que había quedado le desagradaba; y lamentaba haber salido con vida de la operación.
Cuando, pasados los treinta, fue al neurólogo acompañado por su padre, éste le preguntó al médico si la válvula seguiría funcionando; o si existía la posibilidad de que se hubiera parado y que el riego se hubiera restablecido. La respuesta del galeno se le antojó descorazonadora: no había medio de saberlo. Aquellas válvulas duraban unos cuarenta años, pasados los cuales había que cambiarlas.
La noticia lo dejó helado. No era una respuesta definitiva; mas, si se cumplía, significaba que en menos de diez años precisaría de una nueva intervención. Su padre y el médico, que observaron su semblante compungido, trataron de animarlo; mas nada servía. La idea de volver a pasar por el quirófano para otra intervención cerebral le aterraba; aquélla no era una cirugía menor. Se sentía como si llevara una bomba insertada en la cabeza; una bomba que estallaría en menos de diez años. Moriría sin haber llegado a la vejez, sin familia, sin haber disfrutado de la vida, después de haberse hallado durante toda su existencia en medio de las aguas del río Leto. Impotente, no le quedaba más que aguardar el fatal desenlace.
Autor: Javier García Sánchez,
desde las tinieblas de mi soledad.
23/01/2020.
La vida es muy dura a veces y sobre todo si hay una enfermedad por medio. Pero el tiempo que pasa es tiempo que se va ganando, después de todo, nadie sabemos cual es nuestro destino, se puede estar o aparentar estar sanísimo y resultar que no…
Besos, Javi.
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Muchas gracias, Estrella. Ya se verá en qué acaba todo. Besos.
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