LA SEÑAL ESPERADA

*Reto de Lídia Castro Navàs de enero, Escribir jugando:

Le aterrorizaba aquel paso; sabía que, si lo daba, no habría vuelta atrás; pero también era consciente de que, si lo hacía, una nueva vida se le ofrecería; que sería el mayor regalo que podría dar a su existencia y a la de ella, a quien tanto amaba. Salvar la gran distancia que los separaba, cruzar el inmenso Continente, y podrían por fin abrazarse, besarse. Aquella noche de enero contemplaba el cielo con su mirada soñadora mientras la pensaba cuando observó que una estrella atravesaba rauda el ancho firmamento. Aquélla era la señal; ya no le cabía la menor duda.

*Escrito basado en el reto de Lídia Castro:

Aquella sensación no era nueva; la arrastraba ya desde hacía varios años; y cada día le incomodaba más. Se decía que conocerla había sido la más bella casualidad de su vida; el acontecimiento que le había devuelto la esperanza y la sonrisa. Al principio había querido controlar sus sentimientos, consciente de lo arriesgada que era la aventura; mas en cuanto ella se apareció en sus sueños se dio cuenta de lo difícil que sería mantener la serenidad; y, conforme se intensificó el contacto, más perdido se sentía. Aquella piel tersa y suave; aquella dulce sonrisa llena de inocencia y de bondad; esos ojos pardos de penetrante mirada que lo miraban fijamente y lo desarmaban; esa voz tan delicada, tan embriagadora; esos labios que en silencio parecían reclamar los suyos… Todo en ella actuaba como una poderosa red, que, sin ella pretenderlo, lo iba apresando; una sólida red que anulaba cada una de sus defensas.
Un día se dijo que la amaba; que ya no le bastaba con la hermosa imagen a través de la pantalla; ni con la hechizante melodía de sirena con que lo subyugaba por las noches; ni con que se le apareciera con puntualidad asidua en sueños. Y, a su vez, ella también deseaba ir un paso más allá; ansiaba bañar su lengua en la de él y unir sus cuerpos. Mas, como cruel burla, el destino los había puesto tan separados, en Continentes tan lejanos.
Al principio afrontaron su situación con calma; no convenía precipitarse. Habían pasado sus vidas solos, sin conocerse, sin siquiera sospechar que el otro existiera; no valía la pena forzar las cosas. Después de una espera que ambos creyeron que nunca acabaría, ahora perfectamente podían aguardar un poco más. Tendrían tiempo para hablar sobre el asunto y reflexionar; acordar quién haría el viaje en busca del otro y preparar su vida en común.

Pero el tiempo pasó. La espera cada vez se hacía más tediosa. Sabían que no podían estar así; que debían estar juntos. Él iría a por ella; conocería su mundo y cumpliría su sueño, el mayor regalo para dos vidas tan duras, tan difíciles; para dos almas tan tiernas y que tanto se comprendían y se compenetraban. Los años que les quedaran compensarían con creces sus desdichas pasadas.

Pero, una vez tomada la decisión, no sabía cómo proceder. Un viaje tan largo, tantas horas de vuelo, tan gran gasto… Todo ello le inquietaba. Tendría que aparcar por una temporada sus negocios; necesitaría a alguien que se ocupara de ellos. Pero también pensaba en cuánto deseaba estar con ella, tenerla a su lado. Si ahora se negaba, no era sólo que volvería a cerrar esa puerta, sino que le causaría un gran daño; y eso era lo que menos deseaba. La había visto llorar; la había visto sufrir. Y se le había desgarrado el corazón al verla mal. No deseaba otra cosa que verla feliz; que hacerla feliz

Aquella noche de enero anduvo por las solitarias calles pensativo durante horas, tratando de hallar una solución al horrible dilema que le atenazaba. El cansancio acudía a sus miembros cuando observó una estrella que atravesó rauda el firmamento; la siguió con la mirada fija hasta que se perdió en el horizonte; y entonces creyó descifrar el rostro de ella. Aquélla era la señal que necesitaba, la respuesta que aplacaba sus dudas.

Autor: Javier García Sánchez,

Desde las tinieblas de mi soledad.

28/01/2020.