VIEJO MUERE EL CISNE, POR ALDOUS HUXLEY

Volvió a mirarla. En contraste con el brillante satén blanco de su pantalón y de su corpiño de playa, su piel tostada por el sol parecía más intensamente bronceada. Los planos del joven cuerpo se extendían en suaves curvas continuas, sólidas sin esfuerzo, en sus tres dimensiones, sin acentuaciones ni transformaciones abruptas. Las miradas del señor Stoyte se pasearon por el cabello castaño, y bajaron por la redondeada frente, por los grandes ojos y por la naricilla recta y descarada hasta el centro de la boca. Aquella boca era su rasgo más llamativo. Porque el corto labio superior era lo que confería al rostro de Virginia su característica expresión de inocencia infantil; una expresión que conservaba a través de todos sus estados de ánimo y que se advertía en cualquier cosa que hiciera, lo mismo si contaba chistes picantes que si conversaba con el doctor Obispo; lo mismo si tomaba el té en Pasadena que si flirteaba con los jóvenes gozando de lo que ella llamaba un poco de»yum-yum» que si oía misa. Cronológicamente, la señorita Maunciple era una muchacha de veintidós años; pero aquel labio superior abreviado le daba, en todas las circunstancias, un aspecto de ser apenas adolescente, de no haber llegado a la edad de la condescendencia. Para el señor Stoyte, con sus sesenta años de edad, ese contraste, extrañamente perverso, entre la puerilidad y la madurez, entre la apariencia de la inocencia y la realidad de la experiencia, resultaba embriagadoramente atractivo. Virginia no sólo era una chica de ambas clases en lo que a él se refería; lo era también objetivamente, dentro de sí misma.


Bajo el eucalipto, el señor Propter respiró tediosamente. Realmente, recordar a los desgraciados que, en parte al menos, eran los directamente responsables de sus desgracias; explicarles cómo la ignorancia y la insensatez no eran menos severamente castigadas por la naturaleza que la maldad deliberada; estas cosas no eran nunca agradables; pero, en su opinión y en lo que se le alcanzaba, siempre eran necesarias. Porque -se preguntaba a sí mismo-, ¿qué resquicio de esperanza, por leve que sea, le quedará al hombre que cree verdaderamente que le odiaron sin motivo? Evidentemente, no le quedará ninguna. Vemos, a través de la simple fuerza bruta de los hechos, que las calamidades y los odios nunca se producen sin causa. Vemos, asimismo, que al menos algunas de dichas causas suelen encontrarse bajo el dominio de quienes padecen esas calamidades o son objeto de esos odios. En cierta medida son ellos los responsables de los mismos, directa o indirectamente. Directamente, mediante la comisión de actos insensatos o malévolos. Indirectamente, por no ser lo compasivos o lo inteligentes que les es dable ser. Y si incurren en faltas suele ser, por lo general, porque prefieren conformarse irreflexivamente con las normas de vida locales y con la manera corriente de vivir. Los pensamientos del señor Propter retornaron al pobre hombre de Kansas, aquel hombre pagado de sí mismo, sin duda poco agradable para sus vecinos y, por añadidura, granjero incompetente. Pero no sólo era eso: su más grave delito consistió en aceptar el mundo en que se encontraba como normal, racional y justo. Igual que todos los demás, había permitido que los anunciantes aumentaran sus necesidades; se había habituado a equiparar la felicidad con lo que se posee y la prosperidad con el dinero que se puede gastar. Como todos los demás, había abandonado toda idea de cultivar para subsistir; para pensar exclusivamente en términos de cosecha transformable en dinero; y había seguido pensando de la misma manera, incluso cuando la cosecha no le producía ningún dinero. Luego, como todos los demás, se había empeñado con los bancos. Y finalmente, también como todos los demás, había logrado aprender que, todo lo que decían los peritos desde hacía una generación, era la pura verdad: en terreno árido, la hierba es la que mantiene el suelo; arrancadla y el suelo se deshará. Y llegó el momento en que se deshizo.

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Su vigilancia dejó de ser gradualmente un acto de voluntad, el deliberado apartamiento de pensamientos independientes, de sentimientos y deseos personales. Porque, poco a poco, estos pensamientos, sentimiento y deseos se habían ido posando, como un cenagoso sedimento en un cántaro de agua, y, al posarse, su vigilancia quedó libre para transformarse en una especie de conciencia desprendida sin esfuerzo, a la vez intensa y callada, alerta y pasiva; una conciencia cuyo objeto eran las palabras que anteriormente dijera, y al mismo tiempo, lo que rodeaba a las palabras. Pero lo que rodeaba a las palabras era el acto mismo de conciencia; porque aquella vigilancia convertida ahora sin esfuerzo en un acto de conciencia, ¿Qué era, sino un aspecto y una parcial expresión del impersonal y no conturbado conocimiento en que cayeran las palabras y en el que lentamente se iban sumiendo? Y al sumirse, iban adquiriendo una nueva significación para el acto de conciencia que, por su propio impulso, las seguía en la profundidad; una significación nueva, no en relación con las entidades que las palabras connotaran, sino con el modo en que éstas eran comprendidas, el cual había perdido su carácter intelectual para adquirir el intuitivo y directo; de tal manera que la naturaleza del hombre en su potencialidad y de dios en su actualidad eran intuidas por una especie de experiencia sensible, por una especie de participación inmediata.