TOQUE DE QUEDA

*Reto de Mar Aranda/Andrea Gastelum del grupo Prosa y poesía. Artes literarias.

Con los ojos enrojecidos, llorosos por los ataques de tos que sufría cada vez con mayor frecuencia, miraba a través de la ventana de su casa las calles de la ciudad. Unas calles vacías, desérticas, muertas. El bullicio que solía poblarlas hacía días que había desaparecido; las gentes que tantas veces las abarrotaban permanecían ahora encerradas en sus viviendas, atemorizadas por el horrible brote de peste que se había desatado hacía ya tres meses; amedrentadas otras por los exhaustivos controles policiales, que evitaban abandonar el domicilio salvo caso de necesidad, como tener que realizar alguna compra o ir al hospital. También estaban aquéllos que simplemente habían sucumbido a la epidemia; los que con su muerte habían contribuido a limpiar el planeta y no habían tenido la suerte de aquéllos que yacían prisioneros, a la espera de que la situación sanitaria mejorara.

Al principio lo había tomado todo como un alarmismo exagerado; como un acto de psicosis colectiva provocado por las autoridades con la connivencia de los medios de comunicación, que a diario informaban sobre cifras de contagiados y de nuevas defunciones en el país y en el resto del mundo. Pero aquello no podía ser real; las cifras estaban claramente manipuladas; por algún motivo que desconocía, interesaba generar aquel pánico. Y, si la cantidad de decesos era la que se mencionaba, debía evaluarse con cautela; las muertes correspondían a personas ancianas o con problemas cardiorrespiratorios. Él no formaba parte de la población de riesgo. No iba a quedarse encerrado porque nadie se lo mandara; y menos aún un bicho a quien ni siquiera podía ver. Por otra parte, el tiempo de incubación de la enfermedad eran dos semanas. Si la había contraído, se le manifestaría saliera o no.

La situación era curiosa; él, un ser solitario, misántropo más bien, había mirado siempre con desprecio a cuantos le rodeaban; siempre había considerado con agudo desdén a cuantos encontraba a su paso; siempre había considerado absurdas sus vidas, hasta el punto de desear una catástrofe en que tales gentes perecieran. Por eso siempre había amado tanto las tardes de invierno, cuando la noche se precipitaba con su intrépida audacia, en forma de una fuerte tormenta con fríos vientos que se calaban en el cuerpo. Espantados, esos estúpidos motoristas que se paseaban por las calles se recluían en sus casas y guardaban silencio; y él, reclinado en su cama con una taza de café humeante, podía gozar de su querida droga y de su amada soledad, mientras leía un buen libro. Pero una cosa era la soledad buscada; y otra era la soledad impuesta, sin posibilidad de abandonar el domicilio.

Hacía dos días que regía el toque de queda. Era absurdo. Prefería que le pegaran un tiro antes que aquella muerte lenta.

El día era soleado; invitaba a salir. Pero las calles estaban tan muertas como muchas de sus gentes. Ojalá el mundo se depurara y renaciera cuando todo terminara, aunque sabía lo estúpida que era la masa; que su sueño era una simple quimera.

Sobre la mesita de noche permanecía aquel libro, ya con el marcapáginas apartado, después de leer la última línea. Él seguía mirando por la ventana con los ojos enrojecidos y llorosos. De repente le sobrevino un nuevo ataque de tos, y se llevó el pañuelo sanguinolento a la boca.

Autor: Javier García Sánchez,

Desde las tinieblas de mi soledad.

15/03/2020.

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