Sin soltar el cheque del pequeño extremo por donde lo tenía agarrado, Marcelo inició un movimiento de retroceso a pasos cortos, arrastrando los pies. Carlo, sin aflojar la mano, lo seguía con la cabeza erguida, clavada su mirada en el otro, que le escrutaba con ojos cristalinos, bañados en lágrimas que sólo por pudor no se derramaban. Marcelo caminaba de espaldas; Carlo, de frente. Así recorrieron los diez metros que los separaban del sofá, donde el primero se dejó caer con todo su peso, derrumbado psicológicamente. De pie, ahora era Carlo quien lo miraba desde arriba; quien, desde su debilidad física, lo dominaba. Marcelo, a pesar de su corpulencia, se sentía vencido. Con la voz quebrada y un temblor febril, suplicó una vez más:
– Carlo, suelta el cheque; es mío.
Éste, sin embargo, no daba su brazo a torcer. Sabía que el otro estaba derrotado; lo notaba en la mansedumbre con que se había sentado, en su tono apagado, en su gesto sumiso… Su fuerza estaba en su mirada concentrada y seria; segura. En esa mirada que se clavaba en el otro y le comunicaba que no había nada a hacer. Entonces levantó la mano que le quedaba libre y la apoyó en el hombro del otro.
– Marcelo, cálmate. No puedo darte el cheque. Déjame hacer una llamada. Si tengo que darte el cheque, te lo daré.
Era el último gesto. Un gesto piadoso, acompañado por un tono tranquilizador, que no excluía una resolución firme. El otro debía captar la sinceridad, las buenas intenciones, la justicia. Y entonces todo habría acabado.
– ¿De verdad?
Inquieto, al borde del llanto, Carlo mantuvo su mirada concentrada y atenta. Pero aún permanecía un resquicio de desconfianza en el otro. Recobrado, se incorporó con la misma brusquedad con la que se había sentado.
– No me fío.
Dijo, mientras con la mano libre sacaba el celular y lo tecleaba nerviosamente. Al cabo de unos segundos sonó el timbre. Entonces Marcelo soltó el cheque y se precipitó hacia la puerta. Carlo, que con su perseverancia había conseguido aquella victoria, lo guardó con presteza. Mas en ese instante le recorrió un escalofrío. ¿De qué le serviría aquella victoria, si había llegado alguien que podría auxiliar al otro, y hasta quizá matarle? Si Marcelo se había comportado como una masa dócil y pacífica, quizá la persona o personas recién llegadas representaran un obstáculo mucho más peligroso.
Mientras Marcelo abría la puerta, cogió el teléfono y volvió a telefonear al capo. Si quería tener alguna posibilidad, ésta pasaba ahora por tener un testigo de lo que pudiera ocurrir. Si alguien le agredía, el capo enviaría a sus hombres. Marcelo lo sabía. Por ello, era difícil que sus hombres agredieran a Carlo.
– Padrino, sigo con Marcelo. Dice que usted ha accedido con el cuarto de millón. ¿Es eso cierto?
– De eso nada. Ese bribón se lo ha invitado todo y ha colgado sin dejarme hablar.
– ¿Qué debo hacer? Está muy nervioso.
– ¡Por favor! ¡No me merezco esto, padrino! ¡Yo siempre he cumplido con la familia!
Imploró, mientras las primeras lágrimas corrían por sus mejillas.
– Dile que le puedes dar cien mil más.
– Dice que cien mil.
-¡Ciento veinticinco, por favor!
– Está bien. Dale ciento veinticinco y que se largue. No quiero volver a ver a ese bastardo.
Carlo colgó con la serenidad que había mantenido desde el principio y regresó al despacho a extender otro cheque. Cuando salió y se lo cedió a Marcelo, éste había recobrado la serenidad. Asió la mano de Marcelo con tono de agradecimiento.
– Muchas gracias. Y mil perdones por la escena de antes.
Aquel incidente y cómo se había resuelto le recordó por qué el padrino lo había contratado.
Autor: Javier García Sánchez,
Desde las tinieblas de mi soledad.
25/03/2020.