*Reto de abril de Lídia Castro. Escribir jugando:
Más de 5.000 años. En el 3.400 antes de nuestra era había nacido la escritura, según recordaba. Había disfrutado con las asignaturas de paleografía y de lingüística; esas hermanas de la historia. En su origen, con una función exclusivamente comercial, desprovista de los fines literarios que le habían ayudado a gozar de la vida, de la fantasía; de esa manera tan mágica de disfrazar la realidad. Incluso, de disfrazar la verdad.
Con ojo melancólico y sagaz recordaba aquellos años, aquellas enseñanzas que le abrieron las puertas de un mundo plagado de hipocresía y falsedad.
*Relato basado en el reto de Lídia Castro:
Fue en Mesopotamia, según le habían dicho, aunque él recordara Fenicia; aunque, por otra parte, nunca se le había dado bien la geografía, hecho más vergonzoso si cabe en su caso, dado que era historiador y que, además, gozaba de todo aquello. Cómo había disfrutado al estudiar el origen de la escritura; cómo ésta, en tablillas de arcilla, había surgido con fines exclusivamente comerciales. Entonces se escribía en bustrofedón. Qué bonita palabra: bustrofedón, imitando el arado de los bueyes. Y es que la agricultura y la ganadería siempre estaban presentes en las poblaciones neolíticas; la A, por ejemplo, simbolizaba la cabeza de un buey. Lástima que no recordaba los orígenes de todas las letras. Los fenicios carecían de los caracteres vocálicos; éstos los habían inventado los griegos.
También habían sido los griegos quienes habían imprimido un nuevo uso; quienes habían creado la literatura y la historia con toda su belleza; y quienes, a través de sus obras, habían sembrado la semilla de la filosofía y de tantas artes.
Siempre le había seducido el alfabeto griego; todo lo enigmático y recóndito, con un misterioso olor a muerte. Ahí estaba la digamma, una letra presente en alfabetos arcaicos, extintos en la península balcánica, pero que resistieron en la Magna Grecia, para conquistar Roma cuando Roma los conquistara a ellos. Pues los romanos, al fin y al cabo, tomaron el alfabeto griego; y esa misteriosa letra quedó también incorporada, como otras, aunque modificara su fonología. ¡Era maravillosa la historia de la F y de la H!
¿Y qué pensar del ibero? ¡Ése sí que era un misterio! Se había descifrado en parte; mas aún quedaba mucho por descubrir. Eran caracteres que le recordaban a los griegos, pero distintos. ¿Por dónde habían llegado esos pueblos? ¿De dónde? Lo había olvidado. ¿Habrían podido desarrollar una literatura extensa y rica si Roma les hubiera dejado? Lo ignoraba. Siempre le gustaba embarcarse en la historia contractual, soñar con cómo podría haber sido el mundo.
Conforme la historia avanzaba y perdía el misterio, también iba cediendo el interés. ¿Qué quedaba por descubrir? A partir de la edad media ya se dejaba de crear, en esencia; su imaginación ya no podía vagar con la misma soltura que antes. Sin embargo, lo que se perdía en interés antropológico se ganaba en interés cultural. ¡Cuántas obras habían caído ya en sus manos! Y lo más descorazonador y lo más brillante, al mismo tiempo, era la conciencia de cuánto le quedaba aún por leer y la imposibilidad de abarcarlo todo. Las letras que en el 3.400 antes de nuestra era habían surgido de una forma aún embrionaria, ahora se agolpaban en las biblioteca y creaban grandes y preciosas obras que le embriagaban.
Pero aún había más: si con los griegos la escritura había servido para disfrazar la realidad, para crear la bella mentira del arte; si, después, había permitido perpetuar y transmitir el conocimiento de generación en generación, también podía falsear la realidad, no sólo disfrazarla. La II República española había supuesto un golpe de estado, habían dicho los generales golpistas, sin importarles la legitimidad de sus palabras o de sus actos; una legitimidad que, por otra parte, se la daría la fuerza. El jefe del estado es el rey, porque lo dice un papel aprobado hace más de 40 años, sin importar que la mayoría de la población actual no lo haya votado…
Era sorprendente cómo se había evolucionado; cómo aquellas primitivas poblaciones que navegaban pegadas a la costa o realizaban la guerra de una manera tan rudimentaria habían dado lugar a hombres más salvajes y detestables; pero, también, a la auténtica belleza de las palabras, siempre con gran poder y misterio. Su ojo escrutador y melancólico no podía dejar de maravillarse ante aquella magia.
Autor: Javier García Sánchez,
Desde las tinieblas de mi soledad.
16/04/2020.