Siempre me he considerado un hombre de ciencia; de hecho, todas las noches le rezo a Newton antes de acostarme y le doy gracias por haber descubierto la teoría de la gravitación de los cuerpos. Ayer, no obstante, me ocurrió algo que me hizo reflexionar acerca de mi propia naturaleza; acerca de ese ser que está latente en mí; un ser irracional, primitivo.
Todo empezó poco antes de terminar una videollamada con mi novia, cuando comencé a oír unas voces que procedían del celular. En un principio supuse que sería del suyo, pues desde hacía días no funcionaba bien; en varias ocasiones habíamos tenido que renunciar a la videoconferencia, debido a un ruido ensordecedor que nos impedía comunicarnos.
El misterio surgió cuando después de colgar seguí oyendo esas voces. Sabía que mi móvil tenía dos virus; y eso era preocupante. Troyanos, nada menos. Todos sabemos cómo las gastan ésos. Primero resistieron durante diez años a la gran coalición griega y después, cuando la poderosa Ilión fue arrasada y destruida, uno de los supervivientes llegó al Lacio y puso la semilla de lo que años más tarde sería un gran imperio.
Lo que vengo a decir es que me asustó que esas voces procedieran de mi celular; y más por la situación de arresto domiciliario en que me encuentro, y sin posibilidad de obtener otro aparato hasta dentro de casi dos semanas, algo que me obligaría a permanecer incomunicado durante todo ese tiempo. ¡Quién me lo iba a decir! ¡Un tipo como yo! ¡Un sociópata que aborrece al ser humano, preocupado por quedarse incomunicado! Ya decía Aristóteles que el ser humano es un animal social; y, por tanto, siempre busca relacionarse con un grupo de elegidos siquiera, como trató de hacer Nietzsche.
Pero bueno… Lo peor en aquel instante no fue la posibilidad de quedarme incomunicado. Al fin y al cabo, ésa sólo era una posibilidad; no era la realidad. Y lo que yo quería entonces era dormir.
El auténtico problema surgió cuando, después de dejar el móvil cargando sobre el sofá, que está junto a la pared contigua a mi dormitorio, seguí oyendo esas extrañas voces. Traté de parar atención para averiguar qué decían, pero se me hacían indescifrables, por más que me acercaba el aparato al oído. Hablaban durante algo así como unos tres segundos, pasados los cuales callaban, hasta que tras otros treinta regresaban y repetían la misma letanía. Era algo exasperante. Opté por usar los tapones de silicona que tenía sobre la mesita de noche para casos de emergencia, pero de nada me sirvieron; seguía oyendo las dichosas voces. ¡Maldita sea! ! Siempre había usado tapones de cera y de repente tuve que cambiar a los de silicona! ¡Y todo porque me los mostró una farmacéutica guapa y simpática! No. No debo ser injusto. La buena mujer me mostró las bondades y excelencias de los tres tipos; goma, cera y silicona. Si opté por innovar fue por el temor de que la cera se me estuviera incrustando en los oídos y fuera causa de mi creciente sordera; y porque los de goma no me aislaban suficiente. Y a todo ello, por supuesto, se añadía una curiosidad mórbida por saber qué era eso que las mujeres se ponían en las tetas.
¡En las pelotas tendría que habérmela puesto yo! ¡Las tenía como canicas al comprobar que las putas voces no desaparecían! Quería desmontar el celular para quitarle la batería, pero eso es imposible con los modelos de ahora. Confieso que llegué a creer que las voces estaban dentro de mi cabeza; que había llegado el temido momento en que, presionado por mi soledad y la falta de libertad fruto de un prolongado cautiverio, había empezado a enloquecer. Acaso para deshacerme de esas voces no podría más que lanzarme por el balcón; acaso ellas mismas me mandaran a la muerte. Los minutos que me restaban de vida parecían contados.
Sin embargo, me negaba a aceptar esa posibilidad. Si de verdad había empezado a enloquecer, quería la prueba que me lo confirmara. Debía agotar todos los recursos.
Cogí el celular y lo puse en el cuarto de baño para deshacerme de las pinches voces, si era que realmente procedían de él. ¡Soberana estupidez! ¡Si era capaz de oírlas, estando el móvil en el sofá, era obvio que no serviría de nada llevármelo al cuarto de baño, también contiguo al dormitorio!
Las posibilidades de me acababan. Descarté la opción de dejarlo en la cocina, donde había tantos electrodomésticos; temí que hubiera problemas de radiación que luego me afectaran gravemente.
Sólo me restaba ir a la única habitación que quedaba libre en el piso, situada al otro extremo del pasillo, cerca de la puerta de entrada. Era el punto más lejano a mi dormitorio; desde ahí no oiría nada, si era que el celular era el origen de aquellas voces. Pero entonces surgió un nuevo problema: debía ir hasta esa estancia. Quizá para una persona normal ello fuera algo anecdótico; pero no para mí. Entonces se me reveló, una vez más, mi naturaleza primitiva e irracional, por no decir infantil. Debía cruzar un largo pasillo a altas horas de la madrugada, con el edificio en silencio, en plena oscuridad. Temía que alguien surgiera de algún lugar y me matara. Era absurdo; lo sé. Tenía cerrada con llave la puerta de casa, blindada; y dormía en plena oscuridad desde mucho antes de tener pelos en los huevos. Mi temor no era justificable. Pero no podía evitarlo. Desde niño me había ocurrido. En casa de mis padres había un largo pasillo; más largo que el mío. Siempre me aterraba cruzarlo por las noches, aunque debía hacerlo para acostarme. Incluso ir al baño se me hacía un suplicio, a pesar de estar al lado del comedor; de hecho, solía pedirle a mi padre que me acompañara.
En cualquier caso, después de un duro esfuerzo y de someter mis nervios a mucha tensión, conseguí cruzar el pasillo. Dejé el celular cargando sobre la cama, cerré la puerta, regresé a mi dormitorio e hice lo propio. ¡Pero no era posible! ¡Seguía oyendo las pinches voces! ¡¿Qué carajos pasaba!? ¡¿Había empezado la esquizofrenia!?
Me levanté de la cama y encendí la luz. Nuevo reto de cruzar el pasillo y recoger el móvil, ya que no servía de nada tenerlo lejos. El dilema entonces sería: telefonear a los sanitarios para que me internaran de urgencia en un hospital psiquiátrico; o vulnerar el toque de queda que desde hacía casi dos meses existía en el país de la manera más radical y arrojarme desde el balcón para acabar con las putas voces y con mi vida.
Pero, para mi sorpresa, cuando llegué a la habitación noté que las voces se percibían más lejanas, más imperceptibles; de hecho, a medida que me acercaba a mi dormitorio se las escuchaba con mayor nitidez. Siempre la misma letanía; siempre durante tres segundos; siempre con una pausa de treinta antes de reaparecer para torturarme los nervios. Consideré la posibilidad de que no estuviera perdiendo la cordura. Quizá aún pudiera salvarme.
Regresé al cuarto de baño y me asomé a la ventana, tratando de prestar atención. Desde ahí me pareció oír con más claridad las pinches voces. Si no me había dado cuenta en el primer trayecto a la habitación, debió de ser por la excitabilidad de mis nervios.
Recordé que esa noche hacían una película hispano mexicana de terror, El espinazo del Diablo. ¿Aún duraba? ¡Hijos de la chingada de los pinches vecinos que tenían puesto tan alto el volumen! ¡Me habían hecho vivir en carne propia la película! Ignoro el tiempo que pasé en cambiar el celular de lugar; ¡sólo sé que tuve los nervios crispados y que estuve a punto de matarme por una película que había comenzado a ver, pero que había dejado en cuanto se me subieron los huevos a la garganta! ¡Y al final casi me estallan!
Un relato muy bien llevado… lo que es el miedo que impide razonar.
Un abrazo.
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Jeje. Muchas gracias, Estrella. Fue un relato diferente, con mucha dosis de humor. Eso sí: pasé mucho nervio aquella noche.
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