Habían pasado casi siete años desde aquello. ¿Qué había sucedido entonces? Todo había sido un hecho casual, como no podía ser de otra manera. Un encuentro fortuito, azaroso, que por las circunstancias en que se dio también tenía que desembocar en algo fugaz. Así lo comprendía ahora, con la distancia del tiempo. En su momento no había querido pensar en ello; sólo había querido disfrutar de aquel acontecimiento, sin pensar que en algún instante fuera a terminar. Y es que siempre pensamos que esas situaciones van a ser eternas; que, si ponemos de nuestra parte, el tiempo no conseguirá vencernos. Es como luchar contra la muerte. A tal punto llega nuestra soberbia.
Sin embargo, aquello no sólo acabó, sino que lo hizo de una forma abrupta e inesperada, pasados unos meses desde su inicio. Era la segunda vez en pocos años que asistía a un encuentro tan breve. Era como aquella novela que había leído, Las leyes de la frontera. En aquel entonces se había sentido identificado con el protagonista; un joven marginal que había sido maltratado en el colegio y que había buscado refugio en una banda de delincuentes un verano, el tiempo que tardó en estallar esa alianza contra natura.
Ahora, después de más de un lustro, muchas cosas habían cambiado. Aquel libro lo miraba con indiferencia, casi con desprecio; un desprecio que sentía muy agudizado hacia el autor, un escritor mediocre y manifiesto monárquico. En cuanto a las personas con las que había compartido aquel verano, les había perdido el rastro. De manera esporádica se encontraba con alguno; le saludaba y entablaba un diálogo cortés. El otro le invitaba a un futuro reencuentro, a retomar la vieja amistad; él respondía con fingida simpatía, consciente de que nunca aceptaría esa propuesta, y seguro de que el otro sabía que mentía. Siempre con las mismas absurdas convenciones sociales, siempre con la misma hipocresía, como si en el fondo nos negáramos a aceptar nuestra futilidad y quisiéramos seguir luchando por imposibles; como si la verdad nos aterrara.
Y ahora, después de siete años, se había cruzado con aquel otro fantasma. En esta ocasión había sido él quien había ansiado aquel reencuentro, aunque también tenía la seguridad de que la otra persona había aceptado de la misma manera vaga con que él había respondido a tantos otros. Era algo tan habitual… Su carácter difícil, forjado a través de los duros avatares que le había deparado la vida, junto a aquella salud tan frágil, pronta a acabar de romperse al menor descuido, habían hecho de él un ser complicado. Sentía que en ningún lugar encajaba; que no había tierra apta para que se asentaran y crecieran sus raíces. De alguna manera, se veía condenado a una existencia solitaria y errática, con puntuales encuentros que le ayudaban a sobrellevar sus días como lo hiciera la morfina para calmar el dolor en un enfermero terminal.
Su vida era su enfermedad. Sabía que todos necesitaban mentirse, autoengañarse; que el arte de la buena mentira era más importante que la verdad. Pero no podía escapar a la vanidad propia de todo hombre; a esa vanidad que le llevaba a considerar su caso como único. ¿Lo era? ¡Claro que lo era! Por tanto, en una comunidad de múltiples casos únicos, se perdía la diferencia. Lo único que había era un inmenso océano de seres errantes, intrascendentes; personas fugaces, que en su soberbia, necesaria para su propia supervivencia, para no perderse en la angustia del vacío, del nihilismo, no se percataban del absurdo de sus actos, de sus ambiciones… Pronto quedarían borrados para la vida; desaparecerían, como desaparecería todo lo que habían conocido, sin dejar rastro de que algún día hubieran existido.
Autor: Javier García Sánchez,
Un loco greñudo,
Desde las tinieblas de mi cautiverio.
09/05/2020.