LA MUERTE DE ARTEMIO CRUZ, POR CARLOS FUENTES

Él apartó las cortinas y respiró el aire limpio. Había entrado la brisa temprana, agitando las cortinas para anunciarse. Miró hacia afuera: estas horas del amanecer eran las mejores, las más despejadas, las de una primavera diaria. No tardaría en sofocarlas el sol palpitante. Pero a las siete de la mañana, la playa frente al balcón se iluminaba con una paz fresca y un contorno silencioso. Las olas apenas murmuraban y las voces de los escasos bañistas no alcanzaban a distraer el encuentro solitario del sol naciente, el océano tranquilo y la arena peinada por la marea. Apartó las cortinas y respiró el aire limpio. Tres chiquillos caminaban por la playa con sus cubetas, recogiendo los tesoros de la noche: estrellas, caracoles, maderos pulidos. Un velero se bamboleaba cerca de la costa; el cielo transparente se proyectaba sobre la tierra a través de un filtro de verde más pálido. Ningún automóvil corría por la avenida que separaba el hotel de la playa.

Dejó caer la cortina y caminó hacia el baño de azulejos moriscos. Miró en el espejo ese rostro hinchado por un sueño que, sin embargo, era tan breve, tan distinto. Cerró la puerta con suavidad. Abrió los grifos y taponeó el lavabo. Arrojó la camisa del pijama sobre la tapa del excusado. Escogió una hoja nueva, la despojó de su envoltorio de papel ceroso y la colocó en el rastrillo dorado. Luego dejó caer la navaja en el agua caliente, humedeció una toalla y se cubrió el rostro con ella. El vapor empañó el cristal. Lo limpió con una mano y encendió el cilindro de luz neón colocado sobre el espejo. Exprimió el tubo de un nuevo producto gringo, la crema de afeitar de aplicación directa; embarró la sustancia blanca y refrescante sobre las mejillas, el mentón y el cuello. Se quemó los dedos al sacar la navaja del agua. Hizo un gesto de molestia y con la mano izquierda extendió una mejilla y empezó a afeitarse, de arriba a abajo, con esmero, torciendo la boca. El vapor le hacía sudar; sentía las gotas de sudor correr por las costillas. Ahora se descañonaba lentamente y después se acariciaba el mentón para asegurarse de la suavidad. Volvió a abrir los grifos, a empapar la toalla, a cubrirse la cara con ella. Se limpió las orejas y se rocío el rostro con una loción excitante que le hizo exhalar con placer. Limpió la hoja y volvió a colocarla en el rastrillo, y éste en su estuche de cuero. Tiró del tapón y contempló, por un instante, la succión del charco gris de jabón y vello empastado. Observó las facciones: quiso descubrir al mismo de siempre, porque al limpiar de nuevo el vaho que empañaba el cristal, sintió sin saberlo -en esa hora temprana, de quehaceres insignificantes pero indispensables, de malestares gástricos y hambres indefinidas, de olores indeseados que rodeaban la vida inconsciente del sueño- que había pasado mucho tiempo sin que, mirándose todos los días al espejo de un baño, se viera.

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