INQUIETANTE PÉRDIDA

Un cautiverio demasiado prolongado. Muchas semanas sometido a una estricta reclusión domiciliaria, sólo sustituida en los últimos días por una hora de esparcimiento; una hora de libertad para hacer algo de ejercicio, que con osadía podía ser rebasada con la connivencia de las autoridades, que daban muestras de su inestimable generosidad simulando ser burlados. El Gran Hermano abría paulatinamente la mano; les decía a sus súbditos que había pasado el peligro; que habían sido buenos hijos.

Pero después de un tiempo de opresión que se le antojó eterno, ahora sentía que despreciaba la recién recuperada libertad; que no podía hacer uso de la misma del mismo modo que lo hacía antes de que ésta le fuera hurtada. Echaba de menos el profundo silencio que había reinado en las calles durante aquellos dos meses, cuando los únicos vehículos que las atravesaban eran los coches de policía y las ambulancias, y cuando el único ruido que escuchaba era el de las sirenas que anunciaban una nueva urgencia; acaso un próximo deceso. Se había acostumbrado a que las luces azules de los vehículos se divisaran a distancia, e incluso se confundieran y armonizaran con los tonos escarlatas que teñían el cielo durante el atardecer e iluminaba la ciudad en medio de la noche. Era su mundo de fantasía hecho realidad. Agentes uniformados, amenazantes, eln todas las esquinas. Eso era la cara amarga. Pero saberse en medio de aquella aventura, incluso con el riesgo que entrañaba, le compensaba. Si tuviera que pasar por ese duro trance, si tuviera que entregarse en manos de la muerte, lo aceptaría de buen grado. Al fin y al cabo, la muerte era un trance inevitable, por el que se debía pasar tarde o temprano. En ese punto todos se igualaban; la única diferencia eran las condiciones con las que se afrontara ese ulterior momento. Y el espíritu romántico que siempre le había caracterizado, ese amor por el siglo XVIII, el de los nobles ideales y el sacrificio de la propia vida por éstos, se había plasmado con fuerza en su carácter.

Ahora la rutina se le antojaba tan tediosa o más que antes. Volver a oír esos gritos desaforados, esos motores que excedían el máximo de decibelios, esos energúmenos por las calles… Quizá hubiera sido mejor morir antes que soportar aquello; realizar aquel supremo acto de heroicidad antes que volver a cruzarse con esos seres plenamente alienados, incapaces de pensamiento crítico; de gozar con el arte ni de crearlo.

Lo peor era que sentía menguada su propia capacidad creativa. ¿Cuánto tiempo hacia que no escribía? Incluso notaba que sus últimas historias estaban faltas de sustancia, de fuerza. ¿Por qué no sentía ya el deseo de escribir? ¿Ese irrefrenable deseo por coger la pluma y empezar a volcar sobre el papel toda una lluvia de ideas, toda una avalancha de sentimientos. Era como si algo en él se hubiera secado.¿Dónde estaban su genio, su musa? Hacía tiempo que no pasaba tantas semanas sin escribir, sin inspirarse. Acaso por ello en los últimos días se encontraba tan crispado, tan alterado. Echaba de menos aquellos días fríos de otoño, aquellos atardeceres tempranos; que la nostalgia se derramara sobre sus párpados. Ese noble y ambiguo sentimiento que siempre le había acompañado, pero que ahora, con las elevadas temperaturas, parecía haberle abandonado y haberse llevado consigo su genio.

Inquieto por tan irreparable pérdida, el hombre aguardaba con angustia el ansiado regreso de su adorada musa.

Autor: Javier García Sánchez,

Un loco bohemio,

Desde las tinieblas de mi soledad.

31/05/2020.

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