UN PLACER SENSUAL

Laura cerró la puerta a su espalda con un golpe seco, sin mirar atrás, con desidia. La misma desidia con la que lanzaba el sujetador en el primer lugar que se le presentara, ya fuera el respaldo del sofá o encima de la cama; o acaso en el suelo del dormitorio. Siempre había sentido un hondo desprecio por esa prenda. La veía una muestra más de la opresión patriarcal, finalmente impuesta en la sociedad y asimilada por las mujeres con naturalidad, por más que les incomodara llevarlo.

Esta vez la odiada prenda cayó sobre una silla. Y ella, libre del molesto sostén, sintió que volvían a respirar sus senos; se recostó con pereza en el sofá y descansó unos minutos mientras repasaba mentalmente lo que había sido su día. Otra jornada laboral demasiado larga. Se hacía pesado asistir a la cárcel para tomarle declaración a un cliente, exponerse a los comentarios obscenos de algunos presos… Era la parte más tediosa de su trabajo; peor aún que tener que revisar informes y preparar juicios: enfrentarse a ese ambiente deprimente. Pero necesitaba dinero; y los clientes pagaban bien. Su prestigio de abogada acreditaba sus pingües honorarios.

Lanzaba prolongados suspiros, tirada bajo la luz cálida del comedor. Podría haberse quedado dormida, pero no lo hizo. Le aborrecía quedarse dormida ahí, con todo el sudor pegado al cuerpo, sin la comodidad de un mullido colchón y sin sentir las delicadas sábanas ceñidas a su cuerpo desnudo, embadurnada por la fragancia de las sales de baño.

Se levantó con desgana y se dirigió a su habitación; cogió el reproductor de DVDs de la cómoda y se dirigió al cuarto de baño. Cerró la puerta y abrió el agua caliente para que se llenara la bañera, al tiempo que echaba las sales y el gel; y, por último, empezó a despojarse de esa otra coraza que la atenazaba. ¿Cómo podía haber aguantado tanto tiempo con los dichosos tacones? Eran bajos y con buena base, pero no por ello dejaban de molestarle. Los botines negros de cuero quedaron arrinconados junto al marco de la puerta.

Luego los calcetines y los vaqueros, ajustados, que le marcaban las prietas nalgas, y la blusa blanca. Y los pequeños y brillantes pendientes, que como preciosas perlas adornaban los lóbulos de las orejas, reposaron sobre la repisa del espejo.

Puso un DVD de jazz y se sumergió en la bañera entre el agua espumosa y cerró los ojos, como hiciera minutos antes. Sus senos, que hacía media hora se sentían todavía prisioneros, ahora yacían sumergidos, abrigados por la nieve blanquecina que reposaba sobre el agua. Su ondulante melena se esparcía en desorden por la espalda; algunos mechones rebeldes se incrustaban juguetones por cerca del escote. Sus labios, gruesos y encarnados, reflejaban la serenidad mezclada de melancolía que le transmitía la música; una serenidad que se dibujaba también en su frente, en su piel tersa y morena.

Pasados veinte minutos salió de la bañera, después de que se enfriara el agua. Cogió una toalla del armario y se la enrolló al cuerpo. El espejo estaba lleno de vaho, pero no le importaba; no le hacía falta. Lástima que tuviera que esperar a que se le secara el cabello; era el inconveniente de una melena tan hermosa y seductora como la suya; una melena que parecía esconder toda la fuerza de su carácter.

Pero la cabellera se secó. Entonces desató la toalla y su esbelto cuerpo volvió a mostrarse desnudo, sólo para instantes después recibir el sensual abrazo de las sábanas y el sueño.

Autor: Javier García Sánchez,

Un loco bohemio,

Desde las tinieblas de mi soledad.

25/06/2020.

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