– ¿Diría que a partir de entonces su vida fue normal?
– ¿Normal? Ya le he dicho que mi vida nunca lo ha sido. Ahora bien: si lo que quiere decir es que me dejaron vegetar tranquilo y que no tuve más problemas con nadie, entonces sí; mi vida fue normal. En la universidad no volví a cruzarme con ninguno de aquellos tipos; y, al perder el contacto y los malos tratos, también perdí el miedo a salir a la calle. Indudablemente me cruzaría con ellos, pero nadie me molestó. Supongo que, al no ser ya compañeros de clase, los insultos y las agresiones perdieron su gracia.
– Luego, el contacto con ellos desapareció durante diez años. ¿En qué momento se retomó?
– Durante ese impás de diez años no hice más que estudiar.
Como ya le he dicho, los estudios siempre me han costado mucho; era incapaz de retener conceptos por mucho tiempo. Visto así, la falta de vida social era una ayuda, porque me permitía centrarme en los exámenes. Claro, que aquí uno no sabe qué habría sido mejor; porque, al haber tenido esa vida social, habría sido feliz; y, por otra parte, tal vez habría estudiado con más ilusión y me habría concentrado más. Cuando uno se pasa cinco horas de cara a los apuntes de manera ininterrumpida, al final no sabe para qué vive. Recuerdo, además, que algunas veces intentaron animarme a que saliera de casa; en especial un tipo al que conocí el primer año, con el que trabé una sólida amistad; estuvo ayer aquí para intentarse por mi situación.
Pero entonces yo ya no sabía cómo tratar con la gente; era una asignatura pendiente que nunca aprobaría. Y el hecho de demostrarles a mis padres y a mí mismo que podía sacarme una carrera, además, se convirtió en algo fundamental.
Estudié dos carreras; la primera, en realidad, por cumplir un sueño de mi padre, que no pudo cursar filología clásica, porque no había en su ciudad cuando él era joven. De hecho, me ayudó mucho; pero a mí se me dio rematadamente mal. Me interesaba por el aspecto lingüístico e histórico, pero nunca conseguí dominar las declinaciones. Iba a clase con una cierta angustia. Imagínese: un universitario que va a clase con angustia por hacer mal una traducción. Suena ridículo; pero así es. Tanto, que en una ocasión me salí de la clase de griego para irme al cuarto de baño a llorar porque no me aclaraba.
Al final me dejé la carrera cuando me faltaban cinco asignaturas para licenciarme. Aquello le molestó mucho a mi padre; no quería que lo hiciera. Le prometí sacarme una asignatura por año, al tiempo que cursaba la carrera de Historia; pero no pude. Sólo fui capaz de cumplir mi promesa el primer curso. Sé que le decepcioné. Y es una espina que siempre tendré clavada.
– ¿Qué pasó con la segunda carrera?
– Ahí me fue mejor. Me licencié con buenas calificaciones; y mi padre, además, me felicitó por ello.
– Y de ese modo pasaron diez años.
– Sí.
Cuando me licencié, tuve una especie de crisis existencial. ¿Dónde iba a trabajar un tipo como yo, con mi timidez, con mi constitución física? Tendría que opositar; y tampoco me veía psicológicamente preparado.
Mi padre me sugirió que me diera un año sabático, para que pensara qué quería hacer con mi vida. Pensar. Ésa fue la clave. Tuve demasiado tiempo libre para recordar el infierno que había vivido durante veinte años; y fue entonces cuando decidí vengarme. Fue un acto de justicia y de equidad: matar a quienes me habían matado.
Autor: Javier García Sánchez,
Un bohemio romántico.
Desde las tinieblas de mi soledad.
07/07/2020.