PENSAMIENTOS PROFUNDOS (VERSIÓN FINAL)

El río siempre le aportaba mucha paz; hallaba la tranquilidad que le faltaba en la propia ciudad, donde le quemaba el asfalto y le ensordecían el griterío de la gente y los decibelios de los vehículos. En el río, por el contrario, aislado del mundanal ruido, se sentía en su plenitud, con aquel refrescante aroma que lo rodeaba y con aquella tranquilidad. Pocas eran las personas que se aventuraban por esa zona; y a esas personas, por otra parte, las toleraba, pues su número no era excesivo. Y es que gustaba de la soledad para recrearse en sus pensamientos, para meditar, para volver a analizar su vida, aunque al final acabara llegando a la misma conclusión nihilista y absurda de siempre. Quizá fuera por ello que sus pasos fueran cada vez más lentos y cada vez rehuyera más a la gente; porque sentía que nada tenía sentido. Estaba casado, pero algún día también eso terminaría; como terminaría todo. Y seguramente era ese sentimiento de derrotismo lo que había impulsado su bloqueo. Tenía muchas ideas en la cabeza, pero se sentía incapaz de llevarlas a cabo, de desarrollarlas. Al fin y al cabo, ¿de qué serviría? Quería publicar su primer libro. De lo contrario, les habría fallado a todos; a sí mismo el primero. Pero, ¿qué más daba a quién fallara si nada tenía sentido?

Abstraído en tales pensamientos, no oyó el ruido del motor del vehículo que se le acercaba por detrás. Cuando se percató, tenía a su lado un coche de policía. Los agentes le llamaron la atención y segundos después se apearon. Sacado de su ensimismamiento y de nuevo en la vida real, la visión del coche de policía y de los agentes le perturbó. Ya había tenido demasiados problemas con el régimen; en su juventud había formado parte de esos grupos de guerrilleros idealistas que luchaban contra la dictadura. Él había sido una de las figuras más notables en el partido y una de las más detestadas por los militares. Por eso había tenido que exiliarse. Un largo exilio de diez años. Diez años fuera de su patria, siempre anhelando el regreso y volver a ver a los seres queridos. Finalmente lo hizo unas semanas atrás confiado en que lo hubieran olvidado; en poder pasar desapercibido. Además: era un ser solitario; no hablaba con los antiguos compañeros de la organización. Él sólo era un espectro, una sombra de lo que había sido.

Los agentes se le acercaron. Uno de ellos le dijo:

-Caballero, está prohibido circular por la vía pública sin bozal.

Cómo no. Ésa era otra de las razones por las que prefería pasear por el río; el control policial era mínimo y era más fácil liberarse de aquel artilugio, tan detestable como el propio régimen. La versión oficial decía que era por la seguridad de los ciudadanos; pero ya hacía mucho que había dejado de confiar en la versión oficial. El bozal no era más que otro símbolo de opresión del régimen, que buscaba generar pánico entre la población, provocar desconfianza entre los ciudadanos para dividirlos y extender el pensamiento único. Y, si ladraban, que los ladridos no se oyeran demasiado. Porque eso era lo que siempre habían sido para el régimen: perros.

Tenía su bozal en uno de los bolsillos del pantalón. Sabía que era tarde; que, aunque lo sacara, no se libraría de la sanción. Pero eso no era lo que le preocupaba. Lo realmente grave era que, si no lo habían reconocido, lo harían en cuanto le pidieran la documentación. ¿De qué le habría servido entonces esa vida pacífica y contemplativa? ¿Esa soledad?

Un grupo de curiosos se había detenido a la otra margen del río, expectantes de lo que pudiera pasar. Ésa era su baza; que hubiera testigos.

-No creí que estuviera poniendo en peligro a nadie. El río es amplio; la gente respeta las distancias y hay aire puro.

-Caballero, no es lo que usted piense. La ley está para algo. Si cada uno hiciera lo que quiere, sería la anarquía. Por más que usted diga que es un lugar amplio, en cualquier momento puede cruzarse con alguien, o alguien puede cruzarse con usted; y entonces, quién sabe cuáles fueran las consecuencias.

Aquellos tipos mantenían la compostura. El régimen había sabido adaptarse; había adiestrado debidamente a sus lacayos para que tuvieran sangre fría y dar de cara al exterior la imagen de modernidad.

-Enséñeme la documentación, por favor.

Aquello fue un duro golpe. Entonces recordó que no la llevaba; se había quedado en los otros pantalones.

-Perdón, pero en estos momentos no la llevo encima.

-Caballero, usted debe estar debidamente documentado. Me temo que voy a tener que pedirle que nos acompañe.

Fue la peor noticia. Si hubiera tenido la documentación, después de mostrarla acaso le hubiera quedado alguna esperanza de huida. Pero ahora sería conducido a comisaría; y ahí, libres de testigos, los agentes podrían desenmascararse y propinarle una brutal paliza antes de acabar con él. Si nada tenía sentido, eso tampoco debía importarle. Pero de hecho le importaba; tendría que afrontar el dolor. No conseguía abstraerse de la realidad; le aterraba la idea de las torturas y de no volver a ver a su esposa. Ahí moría el filósofo y nacía el hombre de carne y hueso. Sin embargo, sabía que no podía hacer nada. Al menos quería despedirse.

-¿Puedo hacer antes una llamada?

-Acompáñenos. Ya llamará desde la comisaría.

Aquello era ensañamiento. Se le había negado su última voluntad. Sabía que no dispondría de ninguna llamada, y que su mujer, sin ningún conocido que pudiera informarle, tendría que soportar la angustia de la desaparición, la angustia de no tener ninguna certeza, la angustia de no poder velar su cadáver. Si hubiera suerte, quizá alguien lo rescatara del mar o de dondequiera que lo dejaran. Pero lo más probable era que pasara a engrosar las filas de desaparecidos.

Amordazado por el bozal, subió al coche acompañado por uno de los agentes. Al menos no se habían molestado en ponerle las esposas. ¡Cuánto había cambiado la ciudad en diez años! Antiguos comercios ahora se habían convertido en grandes almacenes; grandes extensiones de terreno que antes se habían dedicado al cultivo ahora estaban urbanizadas; y, sobre todo, el edificio donde había estado su partido ahora estaba en ruinas, calcinado tras la terrible explosión, para escarmiento de quienes pudieran albergar delirios revolucionarios. La mayoría de sus antiguos camaradas se habían exiliado o habían muerto, como la romántica idea de la lucha y la ilusión de cambio.

El trayecto fue silencioso. Esperaba alguna extorsión, algún insulto, siquiera alguna pregunta; el calentamiento de lo que le aguardaba. Tenía el cuerpo en tensión, esperando el primer golpe. Pero nada de eso ocurrió. Entonces se preguntó si prefería que todo empezara.

Llegaron a la comisaría y lo condujeron a la sala de interrogatorios. Era lo único que no había cambiado. Ahí había recibido cuantiosas palizas antes de que la dictadura diera un paso más y comenzara a mancharse con la sangre de los guerrilleros. Por suerte, a él sólo lo patearon y le rompieron tres costillas. Recordó todo con una mezcla de nostalgia y horror. Esos policías no sabían nada del tema. Eran demasiado jóvenes; de la nueva generación. Pero ahora sería su sangre la que se esparciría por la sala.

-¿Puedo llamar ahora?

Se atrevió a preguntar. Para mi sorpresa, uno de aquellos individuos me acercó un teléfono. Era uno de esos teléfonos antiguos que ya no se fabrican, una pieza de museo, donde hay que girar una rueda con el dedo índice, poniendo éste en el dígito que se desea marcar. Fue un símbolo más de lo obsoleto que era el régimen, aunque también romántico.

Aguardó con nerviosismo a que su esposa respondiera. Había tenido mucha suerte pudiendo hacer la llamada, pero ella tardó en contestar. Le sorprendería un número tan largo y completamente desconocido; seguramente pensaría que se trataba de un comercial.

-¿Diga?

-¿Sara? Soy Jorge. Te llamo desde la comisaría. Me han detenido por no llevar el bozal, y me había dejado la documentación en casa.

-¡¿Qué!? Ahora mismo voy.

-No, por favor. No hace falta. De hecho, prefiero que no vengas –sentía un nudo en la garganta; hacía esfuerzos por que no se le notara. Pero quería oír su voz y saber que estaba bien-.

-¿Por qué?

-Hazme caso. Pasaré la noche en el calabozo y ya está; mañana me dejarán salir.

Los policías intercambiaron miradas. Se debatían entre el desconcierto que les provocaba que prefiriera pasar la noche con ellos y la ternura de verle las mejillas anegadas en lágrimas. Cuando el recluso colgó, el de más edad le preguntó:

-¿Por qué prefiere pasar la noche aquí?

-He cometido una falta. Lo lógico es que me castiguen; por eso me detuvieron. Además: no quiero molestar a mi esposa. Trabaja mucho; debe de estar agotada.

Lo cierto era que se aferraba a la posibilidad de que no investigaran su identidad. Su respuesta sonaba irreal, excesivamente romántica; pero tenía que intentarlo.

-¿Y por qué llora?

-No es fácil de explicar. Llevo tiempo tratando de escribir y no lo consigo; trato de hacer las cosas lo mejor posible e incurro en una falta. Todo me sale mal. Pero, a fin de cuentas, nada tiene sentido; todo es efímero

Los policías volvieron a mirarse, confundidos por aquel discurso. El más veterano volvió a tomar la palabra, al tiempo que le ponía la mano izquierda sobre el hombro opuesto:

-¿Caballero, se encuentra usted bien? ¿Por qué no se va a casa y le da una grata sorpresa a su esposa?

No esperaba que sus palabras surtieran ese efecto. La policía del régimen solía ser gente ruda y sin escrúpulos. Quería salvarse, pero el intento que había hecho había sido sin auténtica confianza en que diera resultado. Quizá no habría torturas, pero dudaba de todo; ni siquiera sabía bien por qué estaba ahí, ni si de verdad merecía la pena salvarse, cuando toda la vida había estado arriesgándola; cuando se había mentalizado para perderla y cuando en realidad nada importaba. Con los ojos clavados en la mesa, sin devolverles la mirada a los agentes que lo observaba, replicó:

-Ése es el problema: siempre se perdona. El sistema está corrupto porque este país es corrupto; y este país es corrupto porque es una mierda, igual que todo el mundo. Y no tiene solución, porque la gente está idiotizada; y huyen de la realidad para refugiarse en la comodidad de su estupidez.

Los agentes volvieron a cruzarse las miradas. Esta vez fruncieron el ceño. El veterano lo tomó del brazo y le hizo incorporarse. Después de salir de la sala de interrogatorios se dirigieron a un pasillo por donde se paseaba un hombre arriba y abajo. El veterano le gritó:

-¡Alguacil!

El hombre se detuvo y se giró en busca de la voz que lo llamaba. Cuando la encontró, ésta continuó en el mismo tono:

-¡Acompañe a este hombre al calabozo, por favor!

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s