Necesito aire; respirar aire fresco. Necesito la soledad que me brinda la noche; el silencio del jardín en las últimas horas de la jornada, bajo un cielo tenebroso. Entonces puedo caminar con calma, taciturno y pensativo. Esa soledad, la que en el fondo ha acuciado siempre mi alma, halla un reconfortante eco en el jardín abandonado. En apenas unas pocas horas toda esa magia desaparecerá; las gentes volverán a poblarlo y, lo que es peor, volverá a lucir el sol. El sol, ese gran astro tan venerado desde tiempos inmemoriales como fuente de vida, y por mí aborrecido y declarado mortal enemigo. Si el sol es sinónimo de vida, nada puede ser más contrario para mí, triste espectro que camina siempre en pos de la soledad, meditabundo, apesadumbrado.
Pasos más lentos que de costumbre. Debo regresar a casa, mas procuro demorar el fatal instante, del mismo modo que el común de los mortales se acerca a cada momento ineludiblemente a la muerte. Procura demorar lo más posible el trágico desenlace, aún y cuando sepa que en el fondo toda resistencia es vana; que toda lucha es absurda. ¿Para qué vivir, cuando en un instante todo desaparece? ¿Cuando todo se esfuma y no nos queda ni la menor conciencia de nuestra existencia?
A mi mente acude el recuerdo de aquella mujer. Se rumoreaba que se había suicidado hacía dos días lanzándose a las vías del metro. ¿Cuánto valor hace falta para renunciar a algo que en realidad ya hemos perdido; para afrontar ese impacto, ese dolor que nos abra las puertas del sueño eterno? Acaso también haga falta una buena dosis de desesperación, no lo niego. Pero de ese valor carezco, por más consciente que sea de la futilidad de mi vida y por más harto que esté de la misma.
¿Por qué debo salir del jardín? ¿Por qué debo regresar a la ciudad? Las luces me lastiman, los vehículos me hieren. Siempre he dicho que nací en un tiempo equivocado; que mi siglo era el XIX, el siglo del romanticismo. Ahí no habría vivido con una tecnología que me provoca vértigo y me enferma. Ahí habría tenido una existencia más humilde, y acaso me habría convertido en uno de esos jóvenes que luchaban por sus ideales, y seguramente habría muerto por ellos. ¿Y qué? Al menos habría elegido el modo de morir; al menos habría gozado, a pesar de tener una breve existencia, en vez de deambular como un miserable espectro. Pero no. Nací demasiado tarde. Yo no pertenezco a este tiempo.
Llego a casa. Unos pocos minutos me separan del lecho, ese tímido ensayo de la temida muerte. Mas cuando despierte tendré que afrontar la angustia del nuevo día, el dolor de la luz del sol, caminante que anhela cruzar el río del descanso eterno.
Autor: Javier García Sánchez,
un bohemio romántico.
Desde las tinieblas de mi soledad.
14-11-2020.
Tus escritos tienen el poder de sentirnos los protagonistas de la historia. Enhorabuena, Javi
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Muchas gracias, Moly. Un abrazo.
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