UN CAFÉ HUMEANTE

*

Le gustaba pasearse por casa desnuda, sobre todo si venía él; era su manera de obsequiarlo y de provocarlo al mismo tiempo. En cada gesto, con la lentitud y la calma de sus andares felinos; en cada palabra, con aquel tono sensual y lujurioso; en cada mirada de esos ojos castalos que lo observaban penetrantemente, se vislumbraba ese deseo tácito, pero al mismo tiempo manifiesto, evidente, por la generosidad con la que exponía su hermosa figura. La redondez de sus curvas codiciaba el placer, en cuerpo del otro, la pasión desenfrenada.

Él la esperaba en el comedor, ojeando los libros de la estantería, mientras ella, según decía, iba a preparar café. Regresó al cabo de diez minutos con una taza. La mantenía en alto, al nivel de sus senos desnudos; el café humeaba. Ella le lanzó una mirada plagada de lascivia; se acercó la taza y al mismo tiempo dirigió los labios a ella sin dejar de contemplar al otro. Se sabía poderosa, dueña de la situación; sabía que el otro también la deseaba; que sacarían sus instintos. Sin apartar la mirada dio un sorbo al café y luego le cedió la taza con toda naturalidad para que hiciera lo propio.

Él obedeció. A continuación ella dejó la taza en la mesita baja que había a su lado. Se agachó despacio, con solemnidad, sin desviar la mirada del hombre, que se la mantenía, absorto. Acto seguido, en contraste con los movimientos pausados que había realizado hasta ese instante, se incorporó con brusquedad, se abalanzó sobre el hombre y empezó a comerle la boca con ferocidad lobezna. Él comprendió que había llegado su momento y correspondió a los besos, mientras ella le desabrochaba con rabia la camisa y pasaba a los pantalones.

Tumbados en el sofá, él la volteó y comenzó a recorrer su cuerpo con la lengua; le lamía ávidamente los pechos, le mordía dulcemente los pezones,, y ella gemía, arrebatada de placer. Le encantaba aquello: sentirse poseída; entregarle al otro las riendas y que le hiciera gozar; ser su esclava y gritar de gozo. Él, por su parte, seguía el juego; abandonaba su papel de amante tímido y se convertía en una bestia salvaje. Después de recorrerla por cada curva, después de besar cada poro, le separaba las piernas y bebía incansablemente de la sagrada cueva que con celo ella atesoraba. La mujer, extasiada, con los ojos desorbitados y los oscuros cabellos ondeando en desorden, gritaba cada vez más fuerte. Entonces él penetraba en sus dominios y cabalgaba con desatado entusiasmo sobre aquellas dunas. Sus corazones latían desbocados, los cuerpos sudaban incontrolables, los rostros enfrentados, las pupilas dilatadas. Él cabalgaba cada vez con más bravura, mientras el volcán de sus entrañas bramaba con mayor cólera, acuciado por las embestidas y por los gemidos de ella. Finalmente, la lava se derramó y se apagó en el manantial de la mujer. Ambos se sintieron saciados y satisfechos; se contemplaron agotados y se volvieron a besar, pero ahora de un modo tierno y discreto. Entonces se sonrieron con complicidad.

*Escrito presentado a reto por el grupo Atracción literaria: prosa y poesía, de Andrea Gastelum/Mar Aranda.

Autor: Javier García Sánchez,

un bohemio romántico.

Desde las tinieblas de mi soledad.

17/04/2021.

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