HO CHAO (II)

Dentro del local había un ambiente agradable; una música oriental muy agradable acompañaba durante la comida. En cuanto al menú, no se restringía a la cocina china, sino que se extendía por distintos países asiáticos. Quizá el pato a la naranja o el cerdo agridulce fueran los platos típicos, pero no faltaba el sushi, por ejemplo, y diferentes variedades de pescados y arroces. Sin embargo, pronto comprobamos que el precio de fantasía no duraba. La comida estaba muy aceitosa, aalgo que daba mucha sed, y uno debía beber más; pero sólo la primera bebida estaba incluida; cada nueva botella aaumentaba la factura extraordinariamente. Y eso por no hablar de los refrescos y la cerveza.

Pese a ello, muchos de nosotros nos convertimos en asiduos parroquianos de aquel restaurante asiático, para desgracia de los propietarios de los numerosos bares del pueblo, que vieron cómo sus ingresos disminuyeron rápidamente; y muchos no tuvieron más remedio que cerrar. Era la cara amarga de aquel atractivo espectáculo en que se había convertido el bueno de Ho Chao con su imperturbable sonrisa. O al menos había sido imperturbable hasta que abrió el local. Desde entonces permanecía sentado tras el mostrador junto a toda una caterva de personas de ojos rasgados, de entre las cuales se erigía en patriarca. Ahí estaban su esposa, sus hijos y otros miembros del clan de los Chao, los cuales parecían observarnos con suspicacia, con el ceño fruncido, mientras tragábamos. Llegué a sospechar que sencillamente estuvieran aguardando con su paciencia milenaria a que uno de nosotros cayera fulminado por algún tipo de veneno que hubieran puesto en la comida, quizá cianuro. Después el muerto sería pasto de otros comensales sin que ellos lo supieran; su cadáver sería troceado, cocinado y congelado para servirlo en pequeñas porciones.

Así pensaba yo con mi alocada mente de escritor. ¿Qué otra cosa podía imaginar cuando veía esos diez pares de ojos rasgados que nos escrutaban severamente? Cuando se acercaban para tomar nota del número de comensales y de las bebidas, su actitud era adusta, hostil. Tenían un negocio, sabían que nosotros anhelábamos su comida, y nos ofrecían un trato gélido. Podríamos haber protestado; habernos rebelado y dejar de acudir a aquel restaurante; apoyar a los nuestros para que volvieran a abrir sus bares tradicionales. Pero no lo hicimos. Aunque nadie lo dijera, preferíamos aquellos precios tan irresistibles, esa comida tan exótica y tan sabrosa, ese aroma tan embriagador y pasar ante esos dos dragones majestuosos antes que regresar a los típicos garitos de mala muerte, donde con una amplia sonrissa te extendían una factura de dos mil pesetas. ¿Dónde estaba ahora la sonrisa del señor Ho Chao? Tal vez se habían olvidado de ella; probablemente la guardara en el interior de la caja fuerte que tan celosamente custodiaban esos diez pares de ojos rasgados.

Autor: Javier García Ninet,

un bohemio romántico.

Desde las tinieblas de mi soledad.

11/07/2021.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s