*Escrito presentado por el grupo Nada nos detiene para el quinto Mundial de escritura. Segunda consigna:
Aquellos meses fueron verdaderamente frenéticos. Siempre detrás de aquella mujer, una mujer tan contraria a mí. Era una alcohólica; necesitaba embriagarse todas las tardes para romper a reír con carcajadas estridentes y completamente desquiciadas. Ahí se revelaba la magia del alcohol y la auténtica debillidad de ese ser frágil, que en la sobriedad se perdía en un sinfín de meditaciones, cada cual más irracional que la otra, incapaz de hallar sentido a su propia existencia, a su día a día. Cuando caía la noche era cuando alcanzaba el clímax, cuando se desataba y aparecía como una mujer segura bajo el disfraz de esas cervezas, de ese tinto que circulaba a raudales por sus venas y le envenenaba la sangre. Yo, en cambio, era astemio; no descubrí el alcohol hasta que me topé con ella; y aún entonces lo hice a regañadientes y con discreción. Creo que tenía algún trauma infantil, relacionado con una ocasión en que mi madre me dio a probar un poco de su cerveza en una reunión del partido. Recuerdo que tuve la sensación de haber bebido orina y haber tragado mierda.
Aquella mujer no tenía ningún problema en tomar todo tipo de pastillas; confiaba en los médicos a ciegas. Aquello era otra señal de alarma; llevaba más de diez años con ansiolíticos; y cuando por casualidad olvidaba tomarlos era terrible estar a su lado. En varias ocasiones tuve que sufrir sus gritos, e incluso intentos de agresión, que mis amigos no creían posibles; se reían cuando les contaba. Pero todo cuadraba. Una persona que debía refugiarse en el alcohol para sentirse feliz y que era adicta a los ansiolíticos. Me daba más bien lástima. Yo siempre he aborrecido esas pastillas, aunque he llegado a tomarlas; he sentido pánico a la dependencia; a la misma dependencia que entonces la tenía atrapada a ella. Traté de salvarla, de arrancarla de las garras de esos medicamentos, de hacerle terapia; pero todo fue inútil. Tenía fe ciega en su psicólogo y en su psiquiatra. Diez años los avalaban.
Ella era una ferviente católica; sentía por los curas una devoción similar o aún mayor que por los médicos; me decía que los veía sinceros; y estaba segura de la existencia de un más allá. Yo, siempre seguidor de la ciencia y harto de las hipocresías de la Iglesia, nunca había creído en esas historias más que en los dioses griegos o egipcios. Al principio aquello nos provocó algunos encontronazos, hasta que tácitamente decidimos no sacar a colación temas sacros. O más bien fui yo quien calló. A menudo ella mencionaba a aquel tipo, Quico Argu… Había fundado una secta hacía como una década, y ahí había estado metida ella; y ahí habían empezado sus inseguridades.
Al menos su religiosidad le permitía trabajar en colegios privados; yo, en cambio, permanecía ocioso, dedicado a mis lecturas. Ella no había leído un libro en su vida, y no mostraba el menor interés cuando yo le mencionaba acerca de aquellas historias; me decía que no tenía tiempo para leer; que si leía no vivía. Lo que quería era salir, emborracharse, conocer hombres y acostarse con ellos. Y yo, ansioso por cumplir aquel último deseo, la seguía a todas partes, aguardando el momento en que quisiera tomar posesión de mi espada para humedecer los pétalos de su flor.
Era así cómo casi todas las noches cenábamos en un restaurante; cena que yo, pese a no tener trabajo, pagaba por ambos. Al terminar solía fumarse un cigarrillo, que pedía a alguien de una mesa cercana. Yo nunca he probado el tabaco; es algo que me da mucho asco; y mi salud ya está de por sí bastante mermada. Y ella, debido a sus inseguridades, y consciente de mis sentimientos, me preguntaba si podía acercarme a esos jóvenes y pedirles un pitillo; y yo, que aún conservaba un resquicio de dignidad, me negaba; entonces ella, con un gesto de indignación, se levantaba e iba ella misma. Regresaba al cabo de unos minutos con su cigarrillo, al tiempo que se quejaba por haber tenido que pagar cien pesetas, cuando a mí la cena me había costado más de tres mil.
Muchas noches, durante la cena, conocía a un hombre, y unos minutos después se marchaba con él para apagar su fuego uterino; y yo, que había pagado por ambos, me quedaba como un idiota, objeto de la mirada burlona del camarero. Pese a todo regresaba a casa feliz por el tiempo que había pasado con ella; y, al tiempo que ella tenía sexo con un desconocido, yo pensaba en ella mientras me entregaba a los milenarios secretos de Onán; mientras gozaba al ofrecerle un sacrificio a mi diosa, aunque más bien fuera una libación al vacío.
Reaparecía al día siguiente para contarme su aventura sexual con todo lujo de detalles; y al cabo de unos días su tono se transformaba en lacrimoso, lleno de reproches hacia el misterioso desconocido, que después de haberla extasiado con unos orgasmos que para ella siempre eran los mejores de su vida ya no le había llamado.
Y es que ella, una mujer tan insegura y tan llena de complejos, tan pronta a caer en la carcajada como en el llanto, cuando se sentía bajo los efectos del alcohol ganaba en seguridad; una seguridad obtenida también con su hermoso cuerpo de amazona rubia, con sus turgentes pechos y su trasero prieto; y fue eso lo que le permitió gozar del sexo con muchos hombres. Mis amigos se habían acostado con ella; y ahora, pese a que aquellos polvos quedaron en un bonito recuerdo y nada más, mantenían un trato cordial. Yo, el científico, el astemio, el analítico, el pagafantas, en cambio, todavía era virgen, y ansiaba estrenar mi sable. Algunos podrían pensar que pensé que ella sería una presa fácil por su reconocida ninfomanía. Nada de eso. Yo sencillamente estaba cegado por su belleza y, por qué no decirlo, por el propio desprecio con que me trataba. Cuanto más me humillaba, cuanto más me maltrataba, más la amaba. No importaba que me hubiera abandonado y hubiera estado gimiendo de placer hacía apenas unas horas con un desconocido. Yo siempre estaba ahí para esperarla, a veces con un bulto en mi entrepierna.
Pero no. Al final toda mi espera y todos mis deseos se diluyeron con el paso del tiempo. Comprendí, despues de cientos de miles de pesetas derrochados en cenas románticas, que aquella mujer diabólica que había controlado mi voluntad; que aquella mujer cuyas inseguridades me revestían de una endeble fortaleza que no era más que aparente, nunca sería mía. Entonces comprendí que la mano es el mejor amigo del hombre.
Autor: Javier García Ninet,
un bohemio romántico.
Desde las tinieblas de mi soledad.
17/08/2021.