*Relato basado en el intento de agresión del argentino a la pareja pakistaní.
-¡Limpien de una vez, carajo!
El hombre los observaba con rabia; tenía los ojos inyectados en sangre, con la mirada fija, sin pestañear. La vena del ancho cuello, fortalecido por largas horas de gimnasio, se hinchó. Los otros, impresionados y atemorizados por el tono colérico de su voz y por el gesto amenazante de sus robustos brazos, temían la violencia de aquel sujeto que los impregnaba con su apestoso aliento a alcohol; un alcohol que, por otra parte, se manifestaba en la irregularidad de su habla, en su vocalización defectuosa. El primera cerraba los puños con furia y hacía vibrar los tatuajes de los músculos; unos tatuajes que, si en un momento de sobriedad podían hacer pensar en una persona dulce, en medio de la embriaguez no podían ocultar la tosquedad de quien los lucía. Los otros dieron un paso atrás; el hombre le dijo:
-¡Carlma! ¡Calma!
El otro, que en un principio había permanecido quieto, mientras la cólera se concentraba en su mente, ahora avanzó hacia ellos con pasos lentos, pero decididos. Sobre la mesa del comedor, a modo de talismán, reposaba su cajetilla de tabaco. En su camino hacia los otros, agarró un ventilador y lo quebró contra el suelo. La mujer, espantada, consciente de la gravedad de la situación, dejó escapar un grito de pánico. El otro, impertérrito, agarró otro ventilador y lo estampó contra una de las paredes laterales.
¡He dicho que limpien, carajo!
El matrimonio volvió a retroceder, esta vez con mayor resolución. Se metieron en el dormitorio y atrancaron la puerta. No obstante, aquello no fue suficiente para aplacar al otro, que ante el temor de sus víctimas se agrandó y arremetió contra ellos con mayor fiereza. Se avalanzó contra la puerta y empezó a forcejear con la manivela. Desde adentro, el esposo hacía denodados esfuerzos por agarrarla con fuerza y bloquear el acceso de su atacante; que, sin embargo, enardecido por la fuerza del alcohol que circulaba por sus venas y por el odio visceral que sentía hacia sus víctimas, consiguió abrir. El esposo tomó el celular para grabar cuanto ocurría, con la esperanza de poder ir a la poliicía con pruebas cuando todo hubiera terminado y efectuar la pertinente denucia ante aquella violación de su intimidad y ante las eventuales lesiones que les pudiera ocasionar. No sabía que ya no escaparía de ahí con vida.
Cuando la puerta cedió, el agresor se llevó la zurda al bolsillo de los vaqueros sin apartar la mirada del esposo, que con rostro gélido aguardaba el primer golpe. Del bolsillo extrajo una navaja; cuando la desplegó, el esposo abrió la boca y dejó caer el móvil paralizado por el terror, que se desplomó en el suelo con un golpe sordo. La mujer, en cambió, lanzó un nuevo grito y trató de precipitarse hacia la puerta para escapar y pedir ayuda, intuyendo la tragedia que se avecinaba. El otro, no obstante, la apresó de un brazo y la echó sobre la cama.
-¡He dicho que limpien, puercos!
Fueron sus últimas palabras antes de abalanzarse sobre el esposo, que opuso una débill resistencia; su pequeño y delgado cuerpo nada podía hacer frente al del otro, que le clavó con saña la navaja repetidas veces en el pecho, hasta que lo dejó desplomarse exánime sobre la misma cama donde su esposa aguardaba correr la misma suerte. Las sábanas quedaron bañadas por la sangre de sus cuerpos, así como el suelo, donde el celular, con la cámara enfocando al techo, sólo había llegado a grabar las coléricas palabras del agresor y los gritos de pánico de sus víctimas. El asesino, una vez saciada su locura, se calmó.
-Les dije que limpiaran, puercos.
Dijo, ya sosegado, mientras arrastraba los cadáveres de uno en uno y los colocaba encima de la mesa baja del comedor, frente al televisor. Acto seguido, agarró la cajetilla de tabaco, extrajo un cigarrillo y lo prendió al tiempo que se sentaba en el sofá y apoyaba las piernas sobre el cuerpo de ella. Esperaba no llegar tarde a ver el partido del River.
Autor: Javier García Ninet,
un bohemio romántico.
Desde las tinieblas de mi soledad.
22/08/2021.