UNA MIRADA AL VACÍO

*Escrito presentado al quinto Mundial de escritura por el grupo Nada nos detiene. Séptima consigna: Monólogo interno de un personaje que recuerda a un amigo y acaba contando lo último que comió:

Al principio no fue fácil. Yo era un niño débil y enfermizo, con muchas limitaciones físicas; él, en cambio, un chamaco saludable y atlético, con mucha energía y -sobre todo- con mucha rabia acumulada, a raíz de las brutales palizas que le daba su padre cada vez que regresaba ebrio a casa. A raíz de ello, el chamaco necesitaba a alguien en quien descargar su ira y desahogarse; y yo, claro está, era el objetivo idóneo, un blanco seguro.
Todo empezó a cambiar cuando mi hermano se decidió a tomar cartas en el asunto. No necesitó pegarle; sólo lo agarró un día a la salida del colegio, lo levantó a dos pies del suelo y le dijo que no volviera a ponerme la mano encima; y el pobre chamaco, con sus pequeños testículos asomándole por la garganta, me dejó en paz.
El chico, que durante semanas me había hecho la vida imposible, desde aquella llamada de atención inició una curiosa aproximación hacia mí; aproximación que, no obstante, fue mal recibida por los compañeros de escuela. Antes yo era el niño digno de lástima; el chico que, enfermizo, era objeto de los golpes de aquel alumno conflictivo. Ahora, sin embargo, me estaba convirtiendo en amigo del que había sido mi agresor, y que contaba con el desprecio de toda la escuela; ello me convertía a su vez en blanco de sus burlas y de su desprecio. Y Toni, el chamaco salvaje que antes arremetía contra mí, ahora se encaraba con cinco o más chicos al mismo tiempo, aunque acabara en muchas ocasiones herido y magullado.
Pronto comenzó a venir a mi casa; ahí mi padre le invitaba a merendar. Aquello fue toda una novedad para el pobre chamaco, un niño que nunca había recibido la menor muestra de afecto por parte de nadie, y menos por parte de sus padres, y que ahora veía cómo el mío lo acogía con completa naturalidad y le ayudaba a completar la pobre alimentación que le daban en casa. Para mí, como ya digo, ese chico se convirtió en un pilar muy importante de mi vida. Yo, debido al tumor que había pasado, a la lesión cerebral y a las liimitaciones físicas que sufría, era incapaz de tener relaciones sociales. El hecho de ver que podía quedar para dar un paseo o jugar con alguien, siquiera se tratara del hijo de una banda de delincuentes, me reconfortaba y me ayudaba a sentirme un poco más normal. Creo que ambos obtuvimos algo de todo aquello: él, comida, afecto y un refugio durante al menos unas horas a las locuras de su padre; yo, alguien que me sacara de una soledad y una tristeza que no era propia de un chamaco de diez años.
Dije diez años, pero creo que eran menos; creo que ya desde el comienzo de la primaria me sentía así. Y el complemento que me aportó mi amigo me permitió sobrellevar los siguientes. Yo, con la candidez que siempre he tenido, acaso por la falta de experiencias en la vida y por mi necesidad de afecto, pensaba que siempre iba a tener a ese chamaco; que nuestra amistad perduraría con el paso del tiempo.
Pero eramos muy diferentes; nuestros objetivos en la vida eran completamente distintos, como lo habían sido nuestra cuna y nuestra salud. Y eso se manifestó, entre otras cosas, en que en los últimos cursos de la primaria él faltaba a menudo a clase. Yo a menudo me quedaba mirando con desolación su silla vacía; para mí no importaba que hubiera más niños en el aula; su ausencia me llenaba de pena.
Toni no llegó a terminar la primaria. Yo, en cambio, seguí con mis estudios; hice la secundaria con mis problemas físicos y con mis dificultades para socializar; y con un acoso escolar quee se extendió a los cuatro años de instituto. La diferencia era que mi amigo ya no estaba para dar la cara por mí. En ningún momento discutimos; sólo nos distanciamos a medida que él dejó de asistir a la escuela, hasta que perdimos el contacto.
Años más tarde, ya en la Universidad, volví a verlo de una forma absolutamente casual; y la verdad es que lo vi muy bien. Se había convertido en un joven robusto y se ganaba la vida honradamente, por medios legales; nada que ver con el ambiente donde se había criado. Aquello era algo que tenía que agradecer a mi padre -y que de hecho agradecía-; de lo contrario, podía haber caído en las drogas y acabar en la cárcel o en el cementerio. Seguía siendo un tipo nervioso y un tanto alocado, pero con buenos sentimientos. Tenía una niña a la que quería; y le dolía que apenas podía verla, porque su novia lo había dejado. Si no hubiera conocido a mi padre, esa actitud tan tierna no creo que la hubiera tenido.
Después de aquello, la enésima noticia que tuve sobre él fue que hizo carrera en el ejército. Casi me emocioné cuando vi su foto en el buscador de esa abominable red social, después de escribir su nombre completo; aparecía en el aeropuerto de alguna base, vestido con uno de esos uniformes de aceituna, con gafas de sol redondas, al más puro estilo John Lennon, y una sonrisa inconfundible. Me alegró saber que estaba vivo y que le iba bien.
No sé por qué he pensado en él. Siempre he sido una persona muy melancólica. Imagino que el paso de los años agudiza ese sentimiento; un sentimiento que a su vez viene reforzado por una soledad que ya se ha convertido en crónica. Y en un día nublado, sentado a la mesa frente a un café humeante, con la lluvia cayendo afuera y con los cristales de las ventanas empañados por las gotas que se precipitan suicidas contra ellos en rauda carrera, cuando pretendo escrutar la lejanía a través de mis ojos turbios, que ahora necesitan apoyarse en la ayuda de gruesos lentes, mi mirada se pierde en el vacío y lo único que halla son esos fugaces recuerdos; recuerdos de una época en que, en medio de mi desdicha, aún tenía la esperanza de escapar a mi destino con el transcurso de los años. Pienso en todo ello y empiezan a humedecerse mis pupilas. Ahora son mis lágrimas las que corren raudas por las mejillas.

Autor: Javier García Ninet,

un bohemio romántico.

Desde las tinieblas de mi soledad.

24/08/2021.

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