*Escrito presentado al Mundial de escritura por el grupo Nada nos detiene. Cuarta consigna: jardines y parques donde he estado.
De niño me encantaba ir con mi padre a un parquecito del pueblo; era pequeño y acogedor, con columpios, toboganes y todo cuanto pueda hacer feliz a un inocente chamaco de unos diez años, para quien todas las dimensiones son enormes y lanza su imaginación desbocada por esos agradables juegos. Por entonces, además, mis problemas de sociabilidad me habían empujado ya a una vida solitariaa y aislada; y en esas circunstancias, por tanto, ese parquecito y la siempre inestimable compañía de mi padre adquirían un valor muy grande. Aunque el parque no era tan pequeño, ahora que pienso; mi mente me ha traicionado. Junto a la zona de columpios, separada por unos arbustos y un pinar, había una pista de patinaje, que también hacía las veces de cancha de baloncesto y de fútbol; y a mí, aunque por razones personales me estaba vedado practicar esos deportes, me gustaba ir de vez en cuando a ver a los otros niños. Ahora que recuerdo, no era un parque, sino un jardín muy extenso, que llegaba a comunicaron con el patio de mi colegio; se llamaba «Jardín de la paz», y disponía de una placa con una paloma que ostentaba en el pico una hoja de laurel.
Lo que sí era un parque de dimensiones más modestas era el «Parque de la glorieta», situado cerca de nuestra casa, con una balsa con peces. Al principio la balsa estaba protegida por barrotes de madera, pero posteriormente los cambiaron por otros de hierro o algún otro material que, si bien era más resistente a los avatares del climma y del bandidaje, era también, en cambio, mucho menos romántico; le restaba al parque parte de su rusticidad y de su encanto. Ahí fui muchas veces a pasear a mi caniche; aunque lo que recuerdo con más añoranza son los paseos con mi padre. Había un arbol con un agujero en medio, no sé si fruto de alguna infección o por haber sido alcanzado por un rayo; estaba a la altura de nuestras cabezas, y aprovechamos para fotografiarnos ahí.
También anduvimos por otro jardín; éste, más retirado, casi a las afueras del pueblo. Se llamaba «Jardín del beso»; y eso obvio el motivo. Ahí acudían parejas de enamorados a sentarse en un banco y conversar tiernamente, con palabras y miradas que sugerían y comunicaban más de lo que el verbo pudiera decir. A menudo ella se sentaba sobre los muslos de él y lo abrazaba, con los rostros muy próximos entre sí; se tentaban mutuamente, hasta que sus labios se sellaban con un beso. Caminar por ese jardín en invierno, cuando los días eran más cortos; sentir el aire frío, como me arropaba la oscuridad de la noche, cómo me invadía el aroma de la vegetación, me hechizaba; como me hechizaba un monumento árabe, seguramente de carácter decorativo, pero que me trasladaba a la época en que los musulmanes dominaran esa tierra. Mi imaginación, ya desde una edad tan tierna lanzada a vivir aventuras y a amar la historia, pensaba en todos esos momentos; aunque, sobre todo, lo que más anhelaba era llegar a la adolescencia y gozar de la misma pasión que esos chamacos que unían sus almas a través de sus labios.
Unos veinte años más tarde habría de conocer otro marque muy lindo, el «García Sanabria», en Tenerife, lleno de flora local, con una enorme fuente en medio, en una plaza circundada por banquitos. A diario me paseaba por ahí; procuraba que no se me escapara rincón alguno. Para finalizar, descansaba una media hora en uno de los banquitos que custodiaban a la majestuosa fuente; ahí sacaba un cuaderno y un bolígrafo y tomaba notas en mi diario. El problema era que a menudo debía cambiarme de lugar, cuando el sol, muy intenso en esas latitudes, empezaba a abrasarme. Hace ya dos años que no voy, y lo echo de menos.
No puedo olvidar el jardín de mi ciudad; es decir: el más grande: el «Jardín del Turia». Mide unos nueve kilómetros; está provisto de una flora muy diversa, con espacios para practicar varios deportes, para hacer ejercicios de musculación y para correr. Unos tres o cuatro días por semana corro, incluso bajo la lluvia. Es muy romántico correr en medio de la oscuridad y de los truenos, cuando la lluvia te va calando; sentir que la lluvia te llena y que te confundes con ella y con la naturaleza que te rodea.
También estuve hace años en un jardín de grandes proporciones en Aragón; creo que era el «Jardín Miguel Servet»; o acaso fuera un parque. Por desgracia, mis recuerdos aquí son escasos; creo que estuve poco tiempo. El aprecio que siento es porque ahí estuve con mi padre, a quien tanto debo; del mismo modo que estuve con él en Vielha y en Baqueira, en el pirineo catalán. Y esos lugares, así como los de mi infacia, son sagrados; porque ahí estuve con mi padre, el pilar más importante de mi vida.
Autor: Javier García Ninet,
un bohemio romántico.
Desde las tinieblas de mi soledad.
04/07/2021.