Me dijeron que tenía coronavirus; les respondí que ya lo sabía, pero que no podía hacer nada al respecto; sólo resignarme.
Desconcertados, me preguntaron desde cuándo lo sabía; les dije que desde siempre.
Molestos por mi respueesta, me espetaron que mi conducta era altamente incívica; que mi comportamiento podría haber conllevado la muerte de muchas personas; y que darían parte de ello. Sin inmutarme, les repliqué que no era por mí por quien debían temer; que yo no había contagiado a nadie.
Contrariados por mi reacción, me inquirieron cómo podía ser que afirmara tal cosa y con tanta seguridad, pues en más de dos años de pandemia los médicos no habían visto nada semejante, sino antes bien todo lo contrario; que el virus se propagaba cada vez con mayor rapidez y virulencia. Tranquilo, repliqué que no debían acusarme de nada; que ni yo ni nadie había propagado jamás virus alguno; que no era por ahí por donde debían buscar.
Incrédulos, intercambiaron miradas de estupefacción y me exhortaron a proseguir para explicarme. Sin amilanarme, seguro de mis palabras, les contesté que todos teníamos el virus; que habíamos nacido y convivíamos con él desde toda la vida. La única diferencia era que unos pocos éramos conscientes de ello y lo llevábamos con resignación; pero la gran mayoría ignoraba su suerte.
Recelosos por mi tono y mi discurso, me inquirieron cómo era posible eso y a dónde pretendía llegar a parar. Les respondí que el coronovirus era un mal endémiico de nuestro país, arraigado en él desde su propia fundación, hacía ya más de seis siglos, y aún desde antes; que pronto quedó agotada la carga viral autóctona y que fue sustituida por otra procedente de tierras germanas; hasta que ésta a su vez quedó corrompida por mutaciones y surgió una cepa aún más letal y mortífera, originaria de Francia. Ésta, que ocasionó terribles estragos en la Nación, generó a su vez anticuerpos para combatirla y defender así al organismo del invasor; fue así cómo se la expulsó. Pero el mal bicho, que había echado profundas raíces en tierras iberas, no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer; y regresó. Los anticuerpos, tenaces en su lucha, volvieron a deshacerse de él. Mas entonces se produjo la mutación más terrible y amarga del maligno bicho, que dejó el cuerpo rebelde ulcerado y gravemente demacrado. Sólo en los últimos tiempos había suavizado su saña, necesitado de un terreno donde vivir, incapacitado para eliminar de plano al cuerpo que le había plantado cara. El último bicho, criado en Estoril, ya había cedido su puesto a un nuevo parásito, su propio retoño, cómo no.
Visiblemente amostazados por mis palabras, profirieron a coro gritos de indignación por lo que estimaban mucho más que una burla; una imperdonable afrenta. Uno me insultó; otro, incapaz de contener su rabia, descargó su puño cerrado sobre mi mejilla izquierda; un tercero, con la mirada biliosa y cargada de odio, me instó a que me retractara de mi discurso si no quería poner en serio peligro mi suerte.
Sin modificar un ápice mi actitud, me mantuve desafiante, a despecho de las advertencias. Mi semblante se mantuvo serio, con la seguridad que le otorgaba la certeza de cuanto decía, sin escatimar adjetivos ni arredrarme ante las injurias. Antes bien, manifesté firmeza, deseos de ser comprendido. Entonces el tercero perdió los estribos; se le agotó la paciencia. Aun grito suyo se presentaron dos guardas; les encomió que me acompañaran a mi celda y que me tuvieran constantemente vigilado.
Desde ese fatídico instante vivo encerrado, aunque con la conciencia de ser el único hombre verdaderamente libre, aunque parezca paradójico. Sé que ellos lo saben; y sé que esa realidad es la que les arde y les reconcome por dentro; que, por más daño que me causen, nunca podrán esclavizarme. Sé que mis pupilas nunca volverán a ver la luz del sol; que mi piel nunca más se bañará con sus cálidos rayos; que esta celda será en adelante, acaso ya por pocos días, mi única guarida. No aspiro a un juicio que, de producirse, sería una mera pantomima, orquestado tan sólo para «probar» mi culpabilidad. A lo único que aspiro es a dejar constancia de mi testimonio en estas finas tiras de papel higiénico, con la menguada esperanza de que las generaciones venideras lo descubran, cuando este régimeen opresor haya caído, para que conozcan lo que en verdad sucedió y sepan ser auténticamente libres.
Autor: Javier García Ninet,
un bohemio romántico.
Desde las tinieblas de mi soledad.
28/12/2021.