Avanzábamos al paso de nuestras cabalgaduras. El matungo del colono, renqueando de una pata. Tenía en la corva una postema purulenta alrededor de la cual giraba zumbando una mosca verde casi tan grande como un tábano.
Hacía como tres horas que habíamos salido del pueblo. El colono polaco cabalgaba impasible. Hablaba a ratos, cuando yo le buscaba conversación, pero se veía que más le gustaba estar callado. Daba la impresión de hallarse totalmente fundido al contorno. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser un extranjero. Si no hubiera sido por los mechones sedosos y platinados que asomaban por debajo del mugriento sombrero de caranday y por sus ojillos azules y astutos, como dormidos por una visión interior, se le habría podido tomar por un nativo. En todo lo demás ya pertenecía a la tierra, al lugar. La pasividad del viejo se asemejaba mucho a una dicha inconsciente y elemental: ese estado a un tiempo indiferente y estático que anula los recuerdos e impide al hombre trabajado por la tierra insistente confrontarse con ella.
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El peso del paisaje siniestro revelaba para mí en toda su grandeza inhumana la historia del mesías del karuguá. Me parecía algo muy remoto e imposible como una pesadilla ante un paisaje de ciénagas en la luna. Y sin embargo, a mi lado, viviente e impasible, iba avanzando en su rengo matungo uno de los principales personajes de aquel drama que no había empezado allí, pero que tampoco había concluido. En la posada pude escuchar su relato con sonrisad sardónicas. Pero ahora la situación era distinta.
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-Pobre, voy a tener que cuerearlo -la voz del viejo estaba exenta de emoción. Tomaba los asuntos de la vida y de la muerte, los grandes y pequeños problemas, con pasión impersonal. Sólo así se podía comprender que tuviera por prisionera en el rancho de tablas y adobe casi desde su nacimiento, a una muchacha de diecisiete años. Para él no había sino un comienzo; el término no existía. El tiempo era ahora para él una prolongación indefinida; una sucesión inmóvil o, a lo sumo, girando alrededor de un punto, que no estaba marcada por ninguna de esas cosas que suceden y se deslizan hacia atrás vertiginosamente; un saludo, una música que concluye, la gente que se conoce y vuelve a partir; palabras como Polonia o Paraguay.
Las vidas mismas de Sergio e Isabel Miskowsky no eran sino dos imágenes en el espejo negro de la ciénaga. De allí habían sacado su inmobilidad, su estancamiento misteriosamente dichoso, cuya profundidad era además insondable. En ese momento tuve la seguridad de que Isabel Miskowsky era feliz en su cautiverio y no deseaba o no podía cambiarlo por nada del mundo. Las zarzas, las puntillas, los abalorios, eran precisamente los ácidos inocentes que el viejo empleaba para activar esa renuncia. No hubiera vendido un solo grano de arroz para una cosa superflua Pero él vivía tan intensamente lo suyo, que la vida a su alrededor debía sin duda disminuir hasta lo inhumano, hasta lo espectral, hasta no ser sino algo así como la sombra del sueño de ese viejo inclinado sobre el pantano.
Al sobrepasar un bosque de espinillos y pakuríes vi el rancho; mejor dicho: sólo vi el techo del rancho. Estaba enclavado del lado de la loma. Me poseyó una extraña agitación. Estaba a punto de saber cómo era la extraña muchacha. El viejo captó al instante lo que me estaba pensando. Dije que la luz clara y desnuda de ese paisaje era en cierto modo su pensamiento. Así que ninguna sombra extraña podía deslizarse en ella sin que el viejo al punto no lo notara. Se bajó del matungo y se acercó a mí. Yo detuve el caballo. Su mano se posó en mi brazo. Sentí que esos dedos de acero me oprimían suavemente. Me dijo, clavando en los míos sus ojillos azules, que estaban más deslavazados que nunca, casi inexpresivos: