UN CARÁCTER TEMERARIO

*

Quizá debería congratularme por mi situación. Otros tienen peor suerte; nacen en familias desestructuradas, sufren maltrato a manos de sus padres y terminan por caer en las drogas. En mi caso no fue así. Si bien mi familia no era un nido de amor, exactamente, al menos no sufrí de ningún abuso; siempre he tenido la seguridad de un techo y un plato de comida. Es decir: nunca me ha faltado de nada. En mi caso, de hecho, fue tal el cuidado que hubo en mi crianza, que no hubo ni emociones. Es decir: no estoy diciendo que no hubiera afecto; de eso siempre me he sentido sobrada. Mi mamá y mi hermana mayor, que desde el primer día se encargó de mí con una ternura maternal, se deshacían porque no me faltara de nada; me cubrían a besos y a palabras dulces y amorosas. El problema fue que, pusieron tanto celo porque no me pasara nada malo, que se olvidaron de dejarme vivir. Por eso cuando hablo sobre ellas las llamo afectuosamente Las dos locas. Son encantadoras y las quiero mucho, pero la burbuja en que me metieron no me dejaba respirar.

No sabría cómo empezar a la hora de referir esa infancia tan extraña y difícil de calificar que tuve. Digo difícil de calificar porque, si bien no fue traumática, fue algo así como incolora, o quizá insípida, falta de sustancia. Creo que habría querido una invasión alieníjena; o que Francisco Villa regresara convertido en ese centauro que cruzaba la frontera antes de que las autoridades gringas se dieran cuenta. Lo que fuera, con tal de salir de la rutina y de liberarme de ese sobreproteccionismo que me estrangulaba; de esa camisa de fuerza que me anulaba los movimientos para evitar que me pasara nada. El mensaje que en todo momento recibía era: «el mundo es peligroso; el mundo es malo. Debes quedarte en casa para estar segura. Ahora que lo pienso, resulta extraño que no me prohibieran respirar; lo lógico habría sido que se alarmaran de la dudosa calidad del aire y compraran bombonas de oxígeno a mansalva. Lo que digo lo hago con plena conciencia, por más extravagante que parezca. Y es que desde niños nos inculcaron el miedo, por no decir el pánico, a los gérmenes. Era como el caso de Howard Huges, el magnate gringo obsesionado por la higiene.

Aquel cuidado estricto era desesperante. En una ocasión, contaría yo con tres años, mi mamá me llevó al parque. No se despegaba de mí; era peor que mi sombra. Ahí delante tenía un tobogán bajito, apto para los niños de mi edad; y, al lado, uno de mucha mayor altura. Uno debe empezar siempre por lo simple para progresar de forma paulatina; de lo contrario, sus objetivos se le convierten en una muralla inexpugnable. Eso aplica a todos los casos de la vida, incluso a los juegos infantiles. Ahora bien: yo no era una niña como las demás; eso lo notaría aún con más fuerza en los años venideros, cuando pude comprobar que los demás niños no me despertaban el menor interés; los veía demasiado infantiles y superficiales. Y eso también se plasmaba en mis calificaciones, muy por encima de la media, pese a que a menudo ni estudiaba; todo se me hacía aburrido y tedioso por lo fácil que se me presentaba. Precisamente por eso, por paradójico que parezca, se me hizo difícil terminar los estudios.

Todo esto lo cuento para que se entienda bien mi situación cuando me encontraba frente al tobogan chico, donde mi mamá me sentaba con una sonrisa, esperando que yo se la devolviera por triplicado, por la emoción que supuestamente debía provocarme el juego. Yo, sin embargo, me aburrí más que una ostra, y pronto me cansé. Mi objetivo estaba en el gigante de al lado, que parecía mirarme desafiante; pero sabía que mamá no me dejaría intentarlo aunque Peña Ñieto la encañonara. Mi única posibilidad era esperar, aguardar un despiste; y eso hice: me estuve muy quieta y sumisa, dócil como una perrita, hasta que mi mamá, confiada y cansada, bajara la guardia. Fue entonces cuando, en un despiste, me levante del banco y arranqué a correr con mis pequeñas piernecitas tan rápidamente como pude hacia el monstruo. Cuando mi mamá se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Lanzó un grito de terror y vino detrás de mí; me jaló cuando trepaba por las escaleras y me dijo que me soltara, pero no cedí. Al final no le quedó otro remedio que aflojarme y permitirme que llevara a cabo lo que en su mente ya veía como un suicidio. Creo que fue el único momento feliz de mi infancia. Eso sí: a los tres años ya di muestras de mi carácter rebelde y de mi gran dureza.

*Relato basado en una historia que me contó mi novia.

Autor: Javier de García y de Ninet,

un bohemio romántico.

Desde las tinieblas de mi soledad.

09/02/2022.

2 comentarios en “UN CARÁCTER TEMERARIO

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