DOS VECES ÚNICA, POR ELENA PONIATOWSKA

Después de leer la biografía de Guillero Haro que realizó la gran Elena Poniatowska, me sentí tentado por leer el retrato que hizo de Guadalupe Marín, la segunda esposa de Diego Rivera. Habida cuenta de la importancia que siempre ha tenido el pintor mexicano y del renombre que alcanzó a su mujer. Sin embargo, desde el primer momento me di cuenta de que en las páginas sucesivas no disfrutaría de la heroína que yo creía que era; antes bien, se trataba de una trepa, de una mujer vanidosa y soberbia, prepotente en grado sumo, que les arruinó la infancia a las dos hijas que tuvo con Diego, Lupe -la mayor- y Ruth, a quienes descuidó para disfrutar de una vida relajada, y de las cuales se avergonzó hasta que las hijas fueron adultas y tuvieron éxito; entonces sí que dijo sentirse orgullosa y buscó su apoyo. Eso sí: en las discusiones nunca daba su brazo a torcer; pretendía decirles cómo debían vestirse e imponer siempre sus normas.

Como digo, desde la primera página, Lupe Marín se muestra como un ser vomitivo y despreciable. Cuando su hija mayor contaba unos pocos años, la dejó atada durante horas en la calle para entrar en una joyería. Al cabo, la niña acabó llorando de desesperación y se orinó encima. Cuando la vio, lejos de pedirle perdón, la madre le riñó; y, ya en el autobús, le dijo que se sentara atrás, bien lejos de ella. Estas actitudes hicieron mella en la hija mayor, que terminó muy traumatizada y necesitó apoyo psicológico y psiquiátrico con el paso de los años, hasta el punto que concluyó que necesitaba alejarse de su madre. Pese a todo, cuando ésta se estaba muriendo la acogió en su casa, durante los últimos días.

En el caso de Ruth fue un poco distinto. Fue la primera mujer de México que estudió arquitectura, algo que marcó. Era también la preferida de Diego; y fue ella quien lo cuidó durante su enfermedad. Fue una mujer muy responsable, muy entregada a su trabajo; demasiado. Tanto, que cuando le diagnosticaron cáncer no quiso tratarse, por estar demasiado ocupada con proyectos; y cuando se dio cuenta, ya había metástasis y era incurable. Una lástima. Lo lamenté mucho por ella.

Otro caso fue el de Lucio Antonio Castro Marín, un hijo que tuve Lupe con el poeta y químico Jorge Cuesta después de separarse de Diego Rivera. Ninguno de los dos prestó atención al hijo; y, después de separarse, cuando la locura llevó a Jorge Cuesta al suicidio, Lupe no mostró el menor interés por Lucio Antonio, pese a que éste iba a verla; su vida no le importaba lo más mínimo. Lucio Antonio en sus primeros años salió a flote gracias al apoyo de sus medio hermanas, en especial el de Ruth, la más cariñosa, comunista, igual que su padre; mientras Lupe, militante del PRI, llegó a ser diputada y senadora, algo que también contribuyó a enturbiar las relaciones con Diego.

Lo cierto es que me desconcierta ver que las hijas, así como Lucio Antonio, busquen el apoyo de su madre; en el caso de ellas, por cómo las maltrató, y en el de él, por cómo lo despreciaba. Imagino que es una cuestión del tipo de mentalidad, de troquelado o de una autoestima realmente baja, que provoca una dependencia emocional que lleva a pensar en el síndrome de Estocolmo. En mi caso, desde niño sufrí ese mismo maltrato, con humillaciones y vejaciones similares, a manos de una mujer que decía ser mi madre, pero que me despreciaba y me utilizaba de una manera insultante. Después de veinte años de soportar esa horrible tortura psicológica, por fortuna conseguí deshacerme de ella; y no pienso recuperar el contacto ni en su postrer aliento, a diferencia de lo que hizo Lupe Rivera. Que una persona fallezca es algo normal; eso no la exculpa por su actitud, ni la víctima borra de su memoria los abusos y comienza su vida como si nada hubiera pasado. Además: si los malos tratos marcan, la huella es más profunda si se origina en la infancia; y más aún si quien te pisotea es tu propia madre, quien más debería quererte, y con quien te ves obligado a convivir.

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