CÁLIDOS PENSAMIENTOS

Reconcentró la mirada en la taza humeante que tenía frente a sí. La agarraba con ambas manos sin cambiar la expresión; sólo cerraba los ojos cuando la llevaba hacia sí y bebía la manzanilla. Hacía poco que había empezado a consumir infusiones; ello le relajaba. Era como un sustitutivo del café que tomaba a media tarde y que le ayudaba a evadirse de todo durante unos breves minutos. Ahora, en las primeras horas de la madrugada, la infusión cumplía la función de la excitante bebida, con la peculiaridad de que no le privaba del sueño.

No. No es exacto decir que reconcentró la mirada en la taza. La mirada estaba más bien ausente, hundida en sus pensamientos. ¿Cuánto hacía que el tiempo parecía haberse detenido para él? Sabía que no era así; que el tiempo transcurría y que la vida se le escapaba inexorablemente. Prueba de ello era la pronunciada calvicie que le acompañaba, esas fatigas cada vez más tempranas, los frecuentes achaques… Todo ello había contribuido a que mirara los días con indiferencia, con pesadez, con hastío, harto de la monotonía, de su existencia insípida. Quizá el momento de mayor calma lo encontraba al caer la noche, cuando paulatinamente se extendía el silencio; cuando podía dormir y olvidar la vida anodina e insubstancial en que estaba inmerso.

Se oían rumores de guerra; se decía que era inminente. El emperador no estaba preparado; ni tan siquiera deseaba el conflicto. Se había apresurado a admitir las disculpas de las autoridades serbobosnias, comprometidas con la causa imperial y dispuestas a participar en las maniobras conducentes a apresar a los asesinos del príncipe heredero. Pero eso no era suficiente. El emperador era débil; se había convertido en un títere en manos del káiser Wilhelm II, ese prusiano joven y ambicioso que a su tierna edad anhelaba emular las gestas de su padre y de su abuelo para no quedar a su sombra y poder demostrar ante el pueblo alemán que era un heredero digno del trono prusiano. Llevaba años acechando una oportunidad de demostrar su valía; sabía que sus ejércitos eran a un tiempo temidos y odiados en Europa, sobre todo por los franceses, que no les perdonaban la humillación del 71 y ansiaban el desquite, sin hallar la hora propicia para el mismo. Pero Wilhelm satisfaría esas ansias; les daría la guerra que tanto franceses como alemanes deseaban, seguro de propiciar un nuevo zarpazo a su detestable rival y volver a modificar las fronteras del viejo Continente. El Imperio austro-hungaro se había convertido básicamente en un crisol de culturas, con el halo romántico que ello implicaba. Era posible viajar desde Viena hasta Praga o Sarajevo sin dificultad y entablar contacto con intelectuales austríacos, húngaros, checoslovacos o bosnios; podía ir a pasar una temporada en la costa dálmata e imbuírse de su historia. Eso era lo único que le importaba de su tierra, de ese hermoso Imperio. Pero al Norte estaba el poderoso Hohenzollern, que, necesitado de un golpe de fuerza para calmar el agudo sentimiento de inferioridad que sentía, haría tambalearse el mapa político e instauraría las fronteras en unos territorios que hasta ese momento eran hermanos.

La noche avanzaba. Ese silencio, ese frío que se le incrustaba, y para sofocar el cual bebía la infusión más rápidamente de lo que hubiera deseado, por evitar que se enfriara. Sí. Era un hecho que habría guerra. ¿Lo reclutarían? Quizá. Su salud no era buena, pero sabía que eso no sería excusa si el Imperio se veía necesitado de brazos con que sostenerse. Después de todo -pensaba-, quizá esa guerra fuera el mal menor que pudiera sobrevenirle. Anclado en el tedio, sin gusto ya por la vida, aquello supondría un auténtico cambio. Seguramente tendría que afrontar graves privaciones, que irían desde la falta de suministros hasta la pérdida de seres queridos, e incluso de su propia vida; mas aquello no le importaba. Vista su situación, la muerte se le presentaba como algo deseable. Sólo al dolor temía.

Alzó la cabeza y contempló a través de la ventana el cielo opaco, tenebroso. Ahí se perdía su mirada, en la lejanía infinita, donde hacía ya tiempo que habitaba su alma. Cerro nuevamente los ojos y apuró la infusión.

Autor: Javier de García y de Ninet,

un bohemio romántico.

Desde las tinieblas de mi soledad.

18/02/2022.

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