CARTA DE UNA DESCONOCIDA

Era una noche oscura y fría. Pocas personas había por las calles; la mayoría se hallaba a cubierto de las gélidas temperaturas, salvo los jóvenes, siempre llenos de energía y de hormonas. Mi caso era completamente distinto; anormal, si se quiere. Sí; creo que es una buena palabra, si por tal se entiende algo que se sale de la normal. Y yo suelo salirme de la norma. Prefiero los lugares solitarios y silenciosos, donde poder recogerme en mis pensamientos sin que el ruido me estorbe; tiendo a rehuir las multitudes. En cuanto me encuentro en medio de una aglomeración siento que me asfixio, que me falta el aire, que tengo la cabeza a punto de estallar.

Aquella noche paseaba por una de esas calles antiguas, con un empedrado decimonónico y alumbradas todavía por lúgubres lámparas de gas. Vestía mi habitual gabardina gris, una bufanda fuertemente anudada a la garganta y un sombrero que me protegía la cabeza y me habría dado un toque misterioso a las miradas ajenas si las hubiera habido. Caminaba a pasos cortos y lentos, con la mirada fija en las baldosas, como queriendo examinarlas, observar el brillo que formaba en ellas la escarcha, dilucidar su historia. Era tal el silencio que, ensimismado, sólo regresé al mundo real cuando un ruido, al principio suave, fue haciéndose cada vez más sonoro; intuí que eran pasos de mujer por el taconeo firme y seguro. Debía de dirigirse hacia mí, por el crecendo del ruido. Instintivamente alcé los ojos, pero no alcancé a ver más que una sombra; tal era la niebla. Sin embargo, en todo aquello había dos obviedades. Primera obviedad: se trataba de una mujer; segunda obviedad: se dirigía hacia mí. Poco a poco aquella silueta difusa fue cobrando una mayor nitidez. A medida que avanzada se hacía más estruendoso su pisar. Finalmente identifiqué su cabeza altiva, don una mirada seria, los ojos enfundados en opacas gafas de sol; tenía los labios duros, sin asomo de sonrisa alguna. Con el busto erguido, resuelta, se movía con ligereza dentro de ese vestido largo, con una falda que le caía por los tobillos, todo negro, como la encrespada melena que ondulaba al viento y que contribuía a enmarcarla en esa aura de fortaleza. La rapidez con que se desplazaba contrastaba con mi propia lentitud. Habría pensado que se dirigía expresamente hacia mí de haber sabido que yo andaría por aquella calle a aquella precisa hora, algo que de ninguna manera podía haber sabido. Sin embargo, cuando estuvimos a la altura el uno del otro, sin mirarnos más que de reojo; cuando olí la dulzura de ese perfume femenino que manaba de sus cabellos; cuando el misterio que escondían aquellos lentes opacos me atrapó, sentí que aquella poderosa mujer deslizaba su mano en busca de la mía. No puedo decir que nos tocáramos; eso sería excesivo. Más bien fue un roce, algo fugaz, de acaso un segundo. Al instante noté que en mi diestra, que hacía apenas un segundo se había rozado con su zurda, había un sobre. Extrañado, quise pedirle explicaciones, saber de qué se trataba y quién era ella, cómo eran esos misteriosos ojos que se me ocultaban. Di la vuelta para llamarla y pedirle que se detuviera, pero todo fue inútil; había seguido su camino con la misma firme seguridad con que había avanzado hacia mí. Yo, en cambio, continué con la misma duda que había tenido desde el principio, incrementada ahora por el incidente de aquella mujer tan enigmática que me había llenado de zozobra.

Regresé a casa completamente azorado. Ansioso, en cuanto pude abrí el sobre. Se trataba de una carta de amor. Pero no la había escrito ella; de eso no me cabía la menor duda. La letra, pequeña y con un trazo puntiagudo, era masculina. En todo caso, era ella la destinataria; el remitente, un hombre que desde las primeras líneas se adivinaba perdidamente prendado por ella. Continué leyendo intrigado. Cada palabra, cada detalle, me parecía que arrojaba algo de luz.

Poco a poco creí entender. Esa carta amarillenta, ese papel arrugado y deteriorado por el paso del tiempo, había permanecido oculto durante largos años. Su autor, José Trigo, un amigo de la infancia; la destinataria, Aurelia Buendía, su primera y única esposa. Siempre nos unió un vínculo muy fuerte a los tres. Nos separamos hacía mucho tiempo, unos veinte años; se marcharon a Europa a probar suerte. Por instinto de autoconservación ninguno le escribió al otro; ni ellos a mí ni yo a ellos. Creímos que era lo mejor: romper con el pasado de raíz para comenzar desde cero. Después de tanto tiempo los había olvidado; era como si hubieran muerto. Y él en verdad lo había hecho. No acierto a reconocer cómo me reconoció Aurelia; o quizá sí. Cuando uno es taciturno y de ideas fijas es fácil localizarlo aunque pasen veinte años: a menos que haya muerto, seguirá paseando por la misma calle a la misma hora. Cuando leí aquella declaración que le hizo el bueno de José Trigo no necesité más explicaciones: lo entendí todo: su esposo, mi gran amigo, había muerto.

*Texto presentado a reto del grupo Nada nos detiene. Autor homenajeado William Faulkner.

**Relato basado en la novela de Fernando del Paso José Trigo.

Autor: Javier de García y de Ninet,

un bohemio romántico.

Desde las tinieblas de mi soledad.

25-26/05/2022.

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